Era 24 de diciembre, Ramón metía el pollo en el horno. Sabía que le sobraría más de una ración, dos de hecho. Pero eso no le echó atrás. Cada Nochebuena cenaban pollo relleno al horno, y esta, aunque sin compañía, sería igual.
Sí, cenaban. Y es que Ramon había compartido setenta años de su vida con Eugenia, su mujer, su compañera de vida. Desde que se conocieron con diecisiete años no dejaron de estar enamorados ni un solo día. Viendo sus ganas de comerse el mundo decidieron no tener hijos, preferían invertir ese tiempo en otros proyectos. En su alrededor no fue muy bien recibido “cómo vais a haceros mayores sin formar una familia, no tendréis quién os cuide entonces”.
Pero estaban muy equivocados. Tenían a María y Antonio, que se preocupaban por ellos como una familia, y comían en casa cada domingo. Desgraciadamente, hace dos años fallecieron, así que quedaron Eugenia y él solos de nuevo. Y hace cinco meses, la que pereció fue ella. Por eso esta era la primera. La primera Nochebuena en completa soledad.
Así que cuando Ramón fue a dar el primer bocado recordó una de las frases que tanto les habían repetido “pero si no tenéis hijos, acabaréis solos”. Y se dio cuenta de que en parte tenían razón. Estar, físicamente, estaba solo. Sin embargo, Ramón sabía que nunca sentiría la soledad, pese a no tener nadie con quien brindar. Entonces alzó la copa de vino y sentenció:
Si volviese a nacer, repetiría mi vida tal como ha sido. Aunque implique brindar solo en mi última Nochebuena. Me vale la pena, amor. Por todo lo vivido, por todo lo compartido.