Nunca me gustó el fútbol. Lo reconozco. Todos los domingos en familia desde que tengo uso de razón eran así: campo, paella y fútbol.
Como no podía ocultar mi desinterés frente a ellos, hacía lo que toda adolescente no quería: estudiar los domingos. Me pasaba las horas leyendo y preparando exámenes bajo un árbol, al otro lado del riachuelo que estaba próximo a la casa de campo de mi abuela.
Los findes allí eran puro cachondeo.
Que reconfortante eran esos ratos de soledad, en los que los gritos de los “goles” o “los no goles”, yo los escuchaba a los lejos. Gracias a eso me saqué con matrícula el bachillerato.
Salí de mi segundo año de universidad con una beca para hacer prácticas dónde quisiera, elegí hacerlas en una escuela de diseño de moda. Cuál fue mi sorpresa ese verano, cuando la modista nos dijo que tendríamos una visita muy importante en la que todas deberíamos de estar presentes.
La visita era de la Selección Española de fútbol. No sabía si soltar una carcajada o llorar, cuando vi entrar por las puertas del taller, a todos los jugadores. Teníamos que cogerles las medidas uno a uno para la que iba a ser la próxima equipación para la Eurocopa.
Estaba a punto de llamar a mi padre para contárselo, cuando alguien tocó la puerta del vestidor donde me encontraba. Cuando abrí, allí estaba: Un tiarrón de ojos verdes que me dejó en shock. Evidentemente yo no sabía quién era, en ese momento me arrepentí de no saber nada de fútbol, pero no pasa nada, cinco años después aquí estoy: embarazada de mi segundo hijo y viendo a mi marido jugar en la Copa del Rey junto a mi familia, en el campo de mi abuela claro.
Sigue sin gustarme el fútbol por cierto.