Mañana vuelvo a entrenar full time en el complejo, siento un poco de ese hormigueo que sentía cuando conseguí mi primera beca como gimnasta del seleccionado. Pero sin dudas, no soy la misma.
Pensaba que nada igualaba a la gimnasia de primer nivel, creía que éramos superhéroes siempre empujando nuestros límites.
Hasta que nació Aitana. Su llegada al mundo fue tan animal que aún no puedo explicarlo, sigo re armando lo que sabía de mi misma. Y el primer mes, el primer mes de Aitana fue la competencia más dura que viví. Que vivimos, éramos un equipo de tres luchando por engordar a una bebita y encontrar nuestros nuevos lugares en el mundo. Mis compañeros me preguntaban si ya estaba haciendo ejercicio, y yo evadía, la respuesta y los detalles. Los pezones que sangran hasta que aprendemos a mamar, los pechos obstruidos, la baja producción cuando el cansancio apremia, y la demanda constante intempestiva y tan tan real. Nunca nada había sido tan real como el hambre o el sueño o el frío de Aitana.
Mientras entreno sé que ella estará muy bien cuidada, por Aurora a quien elegimos con mucho cuidado, y por su papá, que llega más temprano. Estoy tranquila con eso.
Tampoco me asusta la exigencia del entrenamiento, he visto lo que es capaz de hacer mi cuerpo y creo que seguirá sorprendiéndome.
Lo que no he podido explicar a nadie es esta sensación de estar conociéndome de nuevo. De haber dejado una piel vieja y encontrarme diferente. Yo mamá, yo mujer, yo atleta, tan todas y tan ninguna.