—Oficina presidencial. Adelante.
Una voz distorsionada retumbó al otro lado:
—Déjese de protocolos, presidente. Eso se ha acabado hace mucho tiempo.
—¿Quién diablos es usted?
—No importa quién soy, sino lo que ahora mismo tengo en mi poder. No estoy solo. Su embajador está aquí, conmigo. Lástima que no pueda saludarle, la mordaza se lo impide.
—¿Qué coño quiere? ¿Por qué hace todo esto?
—Es sencillo. Quiero que nos deje vía libre. Retire los controles, desarme las trincheras. Déjenos pasar. Y yo no le rebanaré el cuello al inútil de su amigo. ¿Le queda claro?
—¿Cómo puedo fiarme de usted?
—No puede, pero le conviene. Si no lo hace, iremos a por su familia. ¿O acaso se piensa que no sabemos dónde se aloja?
Las gotas de sudor que recorrían el rostro del mandatario eran entonces tan frías que podían confundirse con la escarcha de la madrugada.
—Usted gana. Daré la orden de retirada.
—Así me gusta. Es un placer hacer negocios con alguien dispuesto a colaborar.
Colgó. Rápidamente, el presidente marcó otro número.
—¿Lo tenéis?
—Sí, señor. Hemos pinchado el teléfono correctamente. La conversación ha quedado grabada.
—Perfecto. Hazla llegar a la Casa Blanca. Necesitamos su ayuda más que nunca.
Una conversación telefónica similar tuvo lugar en 1999 durante la Guerra de Kosovo, que enfrentó a la OTAN contra Yugoslavia. Un general yugoslavo trató de chantajear al presidente de uno de los países miembros de la OTAN, sin saber que este tenía contacto directo con Estados Unidos. Bill Clinton atendió la petición de socorro y dio luz verde a un bombardeo atroz que segó la vida de muchos serbios.
El general yugoslavo pagó muy cara su osadía.
Y en muchas casas serbias aún persiste, indeleble y negra como el carbón, la huella de la reputación mancillada.

