Tengo 16 años y, a pesar de eso, hoy comienza para mí una nueva vida.
Atrás quedarán los días a oscuras, días escondida junto a muchos de mis vecinos y algunos familiares, días en los que los únicos sonidos que nos llegaban del exterior eran las sirenas alertando de los ataques y los estruendos que provocaban las bombas al caer sobre nuestro pueblo, sobre nuestras casas.
Días, semanas en las que teníamos que fraccionar la comida y el agua que habíamos conseguido llevar con nosotros. Tardaré en olvidar esa sensación de sequedad en mi boca y garganta y la impotencia de querer beber agua y no poder.
Jamás olvidaré el miedo que inundaba mi cuerpo en cada ataque, en cada bombardeo y cómo debía, a la vez, sentirme fuerte para abrazar y proteger a mis hermanos, para transmitirles tranquilidad mientras les decía que todo pasaría y podríamos volver a casa.
Recuerdo perfectamente el momento en que un soldado de los nuestros abrió la puerta del monasterio donde nos escondíamos para decirnos que la guerra había acabo, que no tuviésemos miedo, que podíamos salir. En ese momento se oyeron gritos de alegría y se derramaron lágrimas de alivio que se quedarán clavadas en nuestras almas de por vida.
Pero no todo había acabado, ahora tocaba buscar a los nuestros, recorrer los centros médicos y hospitales de campaña con la esperanza de que nuestros familiares estuvieran allí heridos, esperando a su vez que nosotros siguiéramos vivos para acudir en su búsqueda. Muchos de nosotros tuvimos que consolarnos con depositar flores en las fosas comunes donde ahora descansan nuestros familiares caídos en combate.
Y así, de esta manera, con tanto dolor acumulado y habiendo perdido a mi padre y a mis abuelos, comienzo este diario como símbolo de una nueva vida de esperanza.