Llevaba meses alejado de mi hogar, de mi familia, ni siquiera había podido estar en el momento en que mi segunda hija nació. La guerra me arrebató ese momento, me obligó a sustituir el cambio de pañales por los disparos de mi arma y el canto de las nanas por el sonido del campo de batalla.
Pero al fin estaba de camino a casa y pocos kilómetros me separaban de ellas. Iba a ser una sorpresa, no sabían que llegaría para celebrar juntos la Nochebuena y conmigo llevaba unos presentes que compré a mis adoradas hijas, con las pocas monedas que llevaba encima, en una tiendecita de pueblo que encontré por el camino. En unas horas las tendría entre mis brazos.
Pero la vida tenía otros planes para mí.
Pensándolo bien, la vida no tuvo nada que ver con mi destino, fueron aquellos desgraciados que, borrachos y cobardes, se cruzaron en mi camino. Querían dinero pero yo no llevaba nada y decidieron darme una paliza como castigo; no contentos, me arrancaron de las manos la bolsita con los regalos. Y así, sin más, me dejaron moribundo en aquella noche fría y lluviosa.
Hoy vuelve a ser Nochebuena y desde aquel incidente paso todas las noches del 24 de diciembre junto a ellos, muevo pequeños objetos, doy golpes en las paredes y muebles, emito sonidos que parecen salidos de ultratumba y pongo en la mesa aquellos regalos. Así celebro con mis asesinos la noche de Navidad.
Ese es mi castigo, si ellos me privaron de conocer a mi dulce María y reencontrarme con mi mujer y mi hija mayor, si ellos me condenaron a ser un fantasma que deambula sin rumbo por la eternidad, ellos sentirán el terror la misma noche en que acabaron con mi vida durante todos los años del resto de las suyas.
Los asesinos castigados, se lo merecen.
Buen relato, con bonitos giros.
Saludos Insurgentes
Saludos Insurgentes