Apenas tuve tiempo de girar un poco la cabeza. Pude ver como un enorme objeto se dirigía hacia nosotros, desde el horizonte, a gran velocidad y lo cubría todo en un instante.
Una ligera brisa meció mi pelo con suavidad. El silencio y la oscuridad reinaban en aquel lugar inhóspito, tétrico y, por momentos, desolador. Sin embargo, mi cuerpo parecía flotar inerte, en medio de aquella noche tenebrosa, relajado y confidente.
Palpé sus dedos y me deslicé por ellos hasta lograr envolver su mano y sujetarla con firmeza, impidiendo que pudiera soltarse. Esos dedos y esa mano, que con tanto ímpetu agarraba, eran, desde hacía mucho tiempo, mi soporte y mi sostén, mi fuerza e impulso, mi pasión y mi cariño y, en definitiva, mi amor y mi vida. Sin ellos no era nada.
De repente, noté una fuerte sacudida en mi brazo y abrí los ojos sobresaltado. Un grupo de personas tiraban de mi para que pudiera escapar de las decenas de cascotes que mantenían mi cuerpo atrapado.
Podía percibir en sus rostros preocupación y desconcierto. Veía como movían sus labios pero era incapaz de distinguir sonido alguno. Una vez que me hubieron sacado, liberé mi mano y grité su nombre. Seguía sin oír nada. Intentaron sujetarme, pero conseguí zafarme y trepar por los escombros tratando de encontrarla.
Instintivamente, me tiré al suelo cuando una ráfaga de disparos acarició mi cabeza. Desde allí pude ver a media docena de hombres armados que retenían a mi esposa apuntándola en la sien. Busqué la manera de llegar a ella sin morir en el intento aunque, si ella moría, mi vida ya no tendría sentido. Entonces vi que sacaba su lengua y la desviaba hacia mi derecha. Era una señal. El momento de correr.

