Situé el plato humeante sobre la mesa. La tenue luz del comedor apenas me permitía distinguir los pequeños trozos de pescado que se mezclaban, con un poco de arroz, en aquel caldo viscoso. En otra ocasión, me habría quejado de aquel menú tan pobre para una cena de Nochebuena. Por el contrario, ese año, casi podía sentirme orgulloso de haberme conseguido preparar un plato caliente que llevarme a la boca.
Me senté frente a la cena y traté de absorber la fragancia que ésta desprendía. Mi olfato no consiguió distinguir ningún olor. Decepcionado, incliné la cabeza y cerré los ojos. “Lo que daría porque ella estuviera aquí.” Hacía ya tres años que mi mujer había emprendido su viaje al más allá y no conseguía asumir su marcha. Las dos primeras navidades las había pasado con mis hijos y, la soledad que invadía mi ser, se había hecho más llevadera. Sin embargo, esas fiestas, habían ido todos a pasar unos días a la montaña y, estaba claro, que aquel no era el lugar más apropiado para un viejo cascarrabias como yo. No podía culparles. Aunque intentaban que nunca estuviera solo, tenían que vivir su propia vida.
La tristeza comenzó a fluir de mi interior, en forma de gruesas lágrimas, que perecían, sin pena ni gloria, en aquel plato insípido. Fue entonces cuando abrí los ojos y la vi. En medio de aquella tormenta de pena y melancolía, se dibujaron su rostro y esa sonrisa que había conquistado mi corazón la primera vez que la vi. ¿Estaba soñando? ¿Era ella la que se reflejaba, en aquel líquido insípido, tan fantástica y maravillosa como nunca antes la había visto? Real o no, aquella imagen había resucitado en mí la esperanza en un mañana, cada día más cercano, que vivir siempre a su lado.
¡Grande!