«Si ese es tu sueño, no soy nadie para detenerte. Pero, por favor, recuerda que tenemos un hijo que criar». No era un ultimátum, pero pudo observar la amargura en los ojos de su marido cuando pronunció aquellas palabras.
¿Cómo no lo iba a recordar? Desde que decidió convertirse en nadadora olímpica de mariposa, su entorno familiar era lo único que poblaba sus pensamientos. De hecho, ella siempre solía decir que su bebé era su verdadera mariposa. Un gusanito que, después de nueve meses, había abandonado la crisálida como el más hermoso de los insectos.
Aunque, claro, en el momento de entrenar, debía sacudir la cabeza y centrarse exclusivamente en correr y reducir sus marcas. El buen atleta es aquel perfectamente capaz de discernir entre emoción y competición, de separar ambos conceptos e interpretarlos individualmente. Ella no podía. Y menos ahora.
Piernas que temblaban como la gelatina. Respiración entrecortada. Nervios desgarradores. Un corazón que luchaba por escaparse del pecho. Había llegado el ansiado día: la gran final. Debía darlo todo.
Sus brazadas eran poderosas, sus deslizamientos, firmes, y sus virajes, largos y certeros. Pero, durante los últimos cincuenta metros, algo sucedió: le sobrevino la imagen de su retoño.
Los ojos se le inundaron de lágrimas, que rodaban por sus mejillas hasta disolverse en el cloro de la piscina. Estaba segura de que los espectadores pudieron ver cómo apretaba los dientes. No era tensión, sino contención. Una vorágine de sentimientos le corroía las entrañas justo en el instante menos propicio. Con los músculos entumecidos y cegada por su propio llanto, sus dedos se estiraron en un esfuerzo postrero y titánico. Y tocó la pared.
Besó la medalla de oro. El tacto era frío, pero reconfortante, como si procediese del Cielo. Supuso que así era exactamente como se sentía: pletórica. Celestial.
—Esta, mariposita mía, va por ti. Te quiero.