«TARDE DE CLUEDO»

—¡Venga, papá, tira los dados!
—Un doce...Porfi, porfi, un doce...—soplé sobre la mano que escondía los dados y lancé—. ¡Sí!
Con la tirada perfecta avancé al coronel mostaza, desde la sala de baile hasta la biblioteca.
—Y digo que fue —grité— la señorita Amapola, en la biblioteca, con el candelabro.
—Coronel —respondió melodiosamente la señorita Amapola—, recuerde que estaba conmigo detrás de aquella estantería —me guiñó un ojo— cuando encontraron al pobre señor Pizarro.
Levanté la mirada y vi, frente a mí, a mi mujer vestida con un traje rojo de fiesta y un peinado de época.
—Cariño, ¿eres tú?
—¡Coronel! —respondió enojada— Un simple "jugueteo" entre libros no me convierte en su amor.
La señorita Amapola dio un portazo al salir, indignada, de aquella habitación.
¿De aquella habitación? Miré hacia todos lados.
—¿Dónde estoy?
No hubo respuesta, hasta que alguien gritó:
—¡Coronel!
Reconocí la voz de mi hija mayor. Salí de aquella biblioteca y me encontré en un pequeño pasillo situado a la derecha de una gran escalinata que ascendía hasta el piso superior.
—¿Dónde estás?
—En la cocina, coronel.
Eso estaba en la otra esquina del tablero, perdón, de la mansión. Apresuré el paso y allí estaba, mi hija mayor, vestida totalmente de blanco junto a mi hija pequeña, que iba vestida de color azul celeste.
—Le estaba comentando a la señora Celeste que, quizás, usted no aparecería.
—Mi amor, si llamas, ¡papá acude!
—¡Qué grosero! —dijo la señora Celeste.
—¡Yo no tengo nada que ver con usted! —respondió también airada la señora Blanco— Es más, le acuso: fue usted, coronel, aquí en la cocina con la pistola.
—¡Mire, señora Blanco! —dijo Celeste apuntando con su dedo a un bolsillo de mi casaca mostaza.
Saqué el arma del bolsillo y la miré fijamente.
—¡Te gané, papá!