Los grilletes se clavaban en mis muñecas, dejando mi piel en carne viva. Un empujón de uno de los soldados me obligó a seguir caminando, entrando en esa habitación. Mis rodillas empezaron a temblar, pero mantuve el rostro impasible, por mucho que eso doliese.
Los soldados me empujaron hacia una silla de metal puesta en medio de la gran estancia. La humedad y la suciedad creaban un ambiente decadente, desprovisto de cualquier esperanza.
Levanté la mirada hacia el capitán, su sonrisa ocupaba todo su rostro.
- Otra vez tú, vaya mi día acaba de mejorar.
Me mantuve en silencio.
- ¿Sabes por qué estás aquí?
Sí. Lo sabía. ¿Haría alguna diferencia? Hacía apenas una semana me habían dado una paliza por no bajar la mirada ante un soldado; ahora, si realmente creían que era uno de los rebeldes, estaba muerto. No sería una muerte rápida.
- ¿No hablas? Eso es nuevo. Habitualmente tienes mucho que decir. – me quedé en silencio. El soldado se inclinó hacia mí, su aliento cálido apestaba a cerveza rancia. – Estás aquí porque has cometido un error. Y no toleramos los errores.
Mis ojos no se despegaron de los suyos. Mi mirada era capaz de decir todo lo que mi boca no. Odio. Impotencia. Rabia. Venganza. Ninguno de esos sentimientos era el miedo, ese simplemente desapareció cuando me di cuenta de que para ellos mi vida no era nada, cuando me di cuenta que para mí, esa versión oscura y decrépita de mí, tampoco valía nada.
- Me han dicho que has estado hablando con personas especiales. – Rebeldes. Eran rebeldes. Yo ya estaba muerto. Pero no diría nada. No hablaría. Nos los traicionaría. – Parece que tenemos mucho de lo que hablar.
Respiré y me preparé. Me hicieran lo que me hicieran, no iba a ceder.

