El joven soldado no se sentía parte de ningún bando ya que, durante toda su vida, nadie había estado nunca del todo en el suyo. Pobre y negro, había tenido mil obstáculos, afrontado mil prejuicios. En un barrio como el suyo, ser buen estudiante y no entrar en ninguna banda era como ponerse una diana en el pecho. Por otro lado, siempre recibía de los blancos miradas de sospecha, temor, o condescendencia.
Al final, su amor por aprender le obligó a elegir lado, un período de servicio en el ejército le abriría las puertas de la universidad, de un futuro.
Ahora formaba parte de uno de los dos bandos en conflicto, en teoría el más fuerte, el que le correspondía, el de los buenos. Pero el joven soldado no terminaba de sentirlo propio, sólo se sentía comprometido con los hombres con los que llevaba un año compartiendo miedos y peligros, sus hermanos de armas.
Lo más paradójico era que, después de un año en aquel desgraciado país intentado simplemente seguir vivo, era en la derrota, en la retirada, el momento en el que se sentía bien por primera vez.
Estaba agotado, llevaba días casi sin dormir ayudando a la multitud que huía del imparable avance del enemigo. Nunca había sido más feliz.
En la pequeña parcela bajo su control, en esa tierra de nadie, no había bandos enfrentados, sólo gente desesperada que, como él, buscaban un futuro mejor y a la que podía ayudar a conseguirlo. Las sonrisas de una familia que atravesaba el control, la expresión de gratitud de un niño al que ofrecía una chocolatina le llenaban el corazón. Sonreía.
Era Abbey Gate, una de las entradas del aeropuerto de Kabul, era 26 de agosto de 2021, le quedaban 5 minutos para que un terrorista suicida le matara.