Allí estaba, la mesa navideña perfecta; cubierta de lino blanco atravesado por un tapete de pasillo con motivos invernales, blancos rojos y dorados. Estaba preparada para dos comensales, una pareja que tras dos meses de relación habían decidido pasar la Navidad juntos. Se sentían muy unidos, pero había un pequeño problema; hacía dos años que él se había quedado viudo y siempre tenía presente el recuerdo, llamémoslo fantasma, de su mujer. Hablaba con ella cuando estaba a solas, le consultaba las decisiones importantes e incluso llevaba consigo un camafeo en cuyo interior se hayaba a una fotografía de la maltrecha Elisabeth con uno de sus mechones de pelo. El colmo fue cuando se iban a disponer a cenar y Peter apareció con otra silla que colocó en la mesa.
¿Y esa silla?—preguntó Paula.Es para mí Eli, esta noche nos acompaña.Paula se levantó como movida por un resorte.
¡Siempre he sabido de tus rarezas con tu difunta, pero esto ya no lo puedo soportar!Estás enfermo, necesitas a un profesional.Ella cogió sus cosas y se marchó dando un portazo. Él la dejó ir. Se quedó impertérrito cenando en aquella mesa de Navidad, prometiéndose a sí mismo que aquella era su última cena con Eli y así se lo dijo a ella:
Cariño, no te voy a atar más tiempo a este mundo de fantasía. Te libero, enterraré el camafeo en tu tumba y nunca más te volveré a hablar con la intención de hallar una respuesta. No sabes cuanto te echaré de menos, pero no puedo vivir del pasado.Ella lo miró con sus dulces ojos incorpóreos, le sonrió y le pasó una mano por el pelo y el rostro, y mientras seguía sonriendo se desvaneció en el aire lentamente.
Peter —Adiós, mi amor, mi único amor.