La única palabra que resonaba en su cabeza desde que todo había estallado no era otra más que "huir". Pero cuando le pierdes la pista al amor, te quedas. Helene tan solo vivía en medio de un país acabado para reencontrarse con la razón de su vida. Y ahora su única meta era él: Erik tendría que volver a ella para ser uno, como siempre. Sanos y salvos, lejos de esa guerra que hoy los distanciaba.
La pólvora en aquellos días era como la brisa que te besa la tez sentada en la orilla de la playa, algo intrínseco y patente. Era costumbre, sin llegar a acostumbrarse. Pero, por lo pronto, la playa de ella huía, y la vida parecía acercarla más a la muerte.
Bombas, estruendos, lloriqueos que cesaban y le indicaban otro trágico final… Los últimos suspiros, los que matan. El miedo, ese al que ya le había puesto cara.
Si seguía en pie era por él. Si abría los ojos para que se quemaran en medio del humo que vagaba por esa bélica atmósfera era para volverlo a ver, para que la cara más bonita del mundo opacara a la del miedo, que era horrenda.
La esperanza era ínfima. El amor, en cambio, era eterno, perpetuo e invencible. Con vida o sin ella. Cerca o lejos. En un bando o en otro. El amor siempre seguiría intacto, conservando esa vertiginosa y bella infinitud.
-¡Helene! -oyó a lo lejos una voz acelerada. -¡Ha explotado la mezquita!
Sus ojos se abrieron como nunca, y como nunca su corazón estalló por los aires.
-Erik estaba dentro… -confirmó, consternada. -Ha gritado que te quiere y…
Y aquella guerra con ella, que permanecía con vida, había acabado.
Ya no habría paz, aunque huyera. Solo habría amor, aunque murieran.