El abuelo y las familias de sus tres hijas salieron al porche donde todo empezaba a cubrirse de copos de nieve. Los pequeños se abalanzaron sobre el suelo para recoger material con que elaborar bolas arrojadizas. Después de un rato jugando, todos entraron en casa para recuperar el tono. Los niños, alrededor de la chimenea y el resto, en la cocina tomando vino, mientras terminaban de preparar la cena de Nochebuena.
Un grito alertó a los adultos que fueron corriendo al salón. Cuando accedieron a la estancia, los niños estaban tras los muebles, escondiéndose de una figura vaporosa y azulada que permanecía sentada en un extremo de la mesa.
—Mamá, ¿quién es? —dijo uno de los niños.
—¿Qué no lo ves? —respondió tranquilo el mayor de los nietos—. Es la abuela Gertrudis.
—¡¡Nana!! —exclamó la más pequeña.
—¡Quieta ahí! —gritó su padre.
—No me lo puedo creer —musitó el abuelo.
El silencio y la pesadumbre se apoderaron del salón. El fantasma miraba con el ceño fruncido y negando con la cabeza de forma insistente.
—Parece que está enfadada —acertó a decir un cuñado.
—Menuda novedad; jamás la vi reírse —murmuró otro de los maridos.
Por fin, una de las hijas se atrevió a preguntar:
—¿A qué has venido, mamá?
El ente levantó un brazo semitransparente para señalar al viudo en un gesto inacabable.
Al instante, todas las caras se giraron hacia la posición del abuelo, que ahora tenía la mano tapándose la boca. En esas, sonó el timbre y él se encogió de hombros.
Una de las hijas abrió.
—¡Hola a todos! —exclamó Amanda, la cajera del supermercado.
Con su sonrisa de fábrica, se acercó al abuelo para besarle en los labios. Cuando se giró, los ojos se le transformaron en dos discos inmensos.
—¡Recórcholis! —dijo. Pero lejos de mostrar miedo, se acercó al espectro, tarareando un villancico, y se sentó encima, volatilizándose de golpe—. Bueno, ¿cenamos?
Buen diálogo para una original historia, enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Simplemente genial.