La sala de premios estaba sumida en el caos. Los de la organización olímpica no daban crédito a lo sucedido. Un año más, la medalla de oro destinada a gimnasia rítmica había desaparecido. La encargada de entregar el premio ese año, una antigua gimnasta que dejó el deporte por un accidente, había avisado de la ausencia de la medalla. Me fijé en esa mujer porque tenía varios dientes de oro, algo que no se veía muy a menudo.
Como detective, decidí acudir al lugar por una corazonada.
Había sido una semana dura. Un asesino en serie me estaba dando dolores de cabeza. Estaba siendo un caso muy mediático, puesto que todas las víctimas eran glorias del deporte olímpico. Lo que llamaba mi atención era que todas ellas eran ganadoras en gimnasia rítmica. El asesino les quemaba la garganta con oro fundido y actuaba solo cada cuatro años. Este caso tenía más de 30 años, yo lo había heredado de mi antecesor en la comisaría y me traía de cabeza.
Llamadlo intuición. Llamadlo azar. Llamadlo X. Pero ese día decidí investigar a la mujer de los dientes de oro.
Encontré que poseía un antiguo gimnasio a las afueras de su ciudad natal. Allí había sufrido un accidente entrenando que la dejó fuera de los juegos olímpicos de su época. Curiosamente, su sustituta ganó el oro. No conseguí una orden de registro, pero la puerta se abrió “casualmente” cuando me apoyé en ella.
No esperaba ver lo que vi. No esperaba tener razón.
Había todo lo necesario para fundir metal, con pequeños moldes y restos de oro por todas partes. Al fondo, encontré una vitrina con fotos de las víctimas posando con sus medallas de oro.
Delante de cada una de ellas había un diente del mismo metal.