El mayor del vitos, apodo cariñoso que utilizaban sus vecinos para referirse al padre, Víctor, y por extensión desde entonces a la familia, lo tenía decidido. En sus viajes para vender excedentes de la cosecha a pueblos cercanos, la gente solía preguntarle por vino dulce de Calatayud. Se ve que había cogido fama el vino del año anterior, cuando los calores del verano apretaron e hicieron madurar en exceso las uvas.
Pero este año había sido frío, sin tantos rigores veraniegos. Había ideado visitar al farmacéutico del pueblo en busca de alguna formulación extraña que añadir a su vino para dulcificarlo. Y tenía previsto abordarle en el casino, lejos de la botica, donde pudiera haber oídos extraños, siempre prestos para algún cotilleo. La sola idea de tener que fingir algún mal ante los vecinos curiosos le aterraba, no era él hombre de comedias.
Llego la ocasión perfecta cuando el cura y el alcalde fueron requeridos para un asunto cotidiano. Tampoco había hombres de negocios de la capital en el casino, tan solo unos cuantos vecinos se afanaban en sus partidas de cartas, entregados por completo al pasatiempo predilecto, tapete mediante.
—Verá usted, Don Severiano, el caso es que necesito su ayuda para hacer del vino corriente el producto que me pide la gente. Yo sé elaborar el vino como siempre he visto hacer, pero desconozco técnicas e instrumentos modernos…y lo que es más esencial, tampoco sé de productos químicos que pudiera añadirle al mosto para hacer finalmente un producto diferente. Le pagaré lo que me pida.
—No se preocupe, hombre, habla usted con la persona indicada, ahora mismo telefonearé a algunos colegas para que me asesoren en la materia…y en cuanto al precio, puede darme un porcentaje de las ventas.
—Muy bien, perfecto. ¡Brindemos por nuestro acuerdo!
Buena historia Víctor!
Saludos Insurgentes