Maldigo a todos mis muertos desde Adán en adelante. Tenía a la señorita con las piernas bien abiertas, pidiéndome amor. Que no es raro, porque los únicos hombres que veía eran los petimetres maricas que el General Escribano, nuestro difunto Presidente, invitaba a las fiestas de Palacio. Con mi lengua vernácula la había seducido y con la otra le había dado un repaso por donde hay que repasar a las mujeres. Que no me acuerdo bien pero o se la había metido ya o estaba por meterla. Y en eso llegan esa banda de desarrapados gritando “¡Revolución! ¡Revolución!” Y nos sacan a todos al patio. Me hubieran fusilado allí mismo si no digo bien alto “¡Viva la Revolución! ¡Viva el General Téllez!”, y el más cabrón de los rebeldes, con esa cara llena de bigotes, que me interroga pero no se acaba de convencer, y me da la pistola y me dice “Demuestra que eres revolucionario, cárgate al viejo”, y me ponen delante del Presidente General Escribano que me dice “Sea honorable muchacho, muera como un hombre en la defensa de su país y de su presidente”. Y la señorita, la que diez minutos antes me estaba pidiendo a gritos que la desflorara, me sale con que “salva a mi papá, Florentino, que será tu suegrito”, y el viejo que le dice todo emocionado “‘Dios me los bendiga!”, y el bigotudo rebelde “¡maten a esa mierda mentirosa!"…
¿Y qué iba a hacer yo? Pues entrar en la historia pegando un tiro entre ceja y ceja al Presidente General Escribano, que en gloria esté. Sin mirar a su hija, que está buena pero no tanto. Me nombraron capitán de esta hijaputa Revolución, ni más ni menos. Y ahora vivo como una rata porque esa noche ganamos, pero ahora me parece que perdemos.