No narraré, nuevamente, dantescas escenas de dolor y espanto: ya declaré, en su día, ante las Autoridades Federales.
No recrearé dramáticas descripciones de hombres y mujeres ardiendo, de cadáveres descuartizados, ni de rostros ensangrentados, cuya mirada perdida arrojaba preguntas sin respuesta posible, ni hablaré de cómo logré salir, indemne, de aquel infierno de las plantas superiores. Lo contaron las crónicas del momento y lo reflejaron las imágenes y secuencias que del drama se tomaron, en riguroso y espeluznante directo.
Llamaré a recuerdo a todos los seres cuya vida segó la guadaña en ese 11 de septiembre de 2001, maldito e infernal. Invocaré, desde el eco profundo que mana del abismo dejado por su injustificable y tétrica ausencia, la voz callada de su queja que atormenta las conciencias y regurgita los quijotescos pasos de unos acontecimientos históricos que jamás debieron producirse.
Encenderé, junto al lago del universo, miles de velas que compongan versos de fe y esperanza. Les diré, a los que se fueron, que lacera mi alma el susurro del viento al recordar sus silenciados nombres, que el vuelo tímido de la paloma de la paz dibuja, sine die, un arcoíris que abarca dimensiones etéreas, para honrar su memoria.
Les confesaré, que me duele el seguir vivo, que a menudo, se me olvida su ejemplo callado, el dolor lacerante de sus familias, el hueco insondable de su desaparición, las promesas incumplidas, los sueños esfumados en la polvareda de la destrucción y de la muerte.
Al anochecer de otro “11S", otearé de nuevo el horizonte, con la terca esperanza de verlos regresar, firme el deseo de perdonar a sus verdugos, de nuevo dispuestos al ineludible compromiso para con el deber cotidiano, e ir, con paso decidido, al encuentro del abrazo de la vida, tan merecida y tan injustamente hurtada.