A las cinco y media el autobús se carga de abuelos y niños que acaban de salir de los colegios. Los críos se amontonan en los asientos. Las abuelas sacan de sus bolsos los paquetes de la merienda y los envases de zumo que los niños engullirán antes de llegar a su parada.
El griterío interior eclipsa los ruidos de la calle, sobre la que va cayendo la noche adelantada de diciembre.
De repente, el autobús da un frenazo y un abuelo está a punto de sentarse en el suelo.
¿Qué pasa? ¿No sabe usted conducir? ¡Tenga cuidado, que viajan aquí niños!, gritan los pasajeros con enojo.
El coche de delante ha frenado en seco porque el semáforo se ha apagado, responde el conductor.
¡El apagón! ¡El apagón!, grita una abuela, compungida.
El apagón que dicen en la tele, la secunda otra.
Señoras, no asusten a los niños, replica un abuelo achuchando a su nieta.
Tanto gasto de energía, tanto abuso, que esto tenía que ocurrir antes o después, interviene una chica con gafitas y pinta de empollona.
¿Tendremos que quedarnos aquí muchas horas? ¿Cuánto durará esto?, interviene otra abuela desde el fondo del autobús.
Los críos empiezan a alterarse. A los abuelos les cuesta mantenerlos sujetos a los asientos.
Es el fin del mundo, exclama un hombre de mediana edad, que no lleva nietos.
¡Quite usted, hombre! ¡No sea agorero! Necesitamos un plan, propone una señora de piel oscurecida.
Mis niños y yo no nos movemos del autobús, clama otra abuela.
De repente la luz del semáforo se enciende y un resplandor verde se cuela por las ventanillas. El conductor pisa el acelerador y avanza.
Solo han pasado diez minutos desde que el semáforo se estropeara. Pero el apagón ya es una experiencia imborrable para estos buenos pasajeros.
Buen relato, enhorabuena.
Saludos Insurgentes