Desde que el corazón de mi abuelo dejó de latir, solo podía percibir los espacios vacíos en la mesa y en mi corazón durante la Navidad. No podía evitar notar los ojos cristalinos de mi madre al proponer un brindis. Un brindis por él, quien ya no estaba, y por nosotros, por los que teníamos que ser fuertes y esforzarnos por regalarle lo que más hubiese deseado: no dejar de vernos felices.
En los días previos a la Navidad solía visitar su casa a ayudar con los preparativos de la cena. Después de un cálido abrazo en el rellano, siempre me decía: “¿Lo hueles? El aroma de las galletas de jengibre recién horneadas por tu abuela es lo que impregna la casa”. Por eso, cuando saqué las galletas del horno, pensé en él y quise darle mi mejor regalo, pero para esto, no necesitaba cintas rojas ni papel de regalo.
Con mis botas negras favoritas puestas, compré un chocolate caliente en el puesto de la señora Mercedes y saqué una de las galletas. Al dar el primer bocado, ya no eran mis ojos los que veían las luces, sino los suyos.
Fue entonces cuando me di cuenta de que esta época no solo olía a jengibre. Olía a primeras veces, abrazos fuertes, ganas de intentarlo todo y a conversaciones interminables en la mesa. Era una época que hacía recuperar la ilusión, cerraba y abría etapas, nos hacía sentir niños otra vez y nunca dejaba de ilusionarnos. Eran las castañas asadas de la calle, la ilusión, la magia, la familia, los reencuentros, las velas de canela.
Pero, sobre todo,
era sentir a quienes no están,
más cerca que nunca.
Magnífica narración Leire, enhorabuena!
Saludos Insurgentes