Dedos que acarician las teclas de un ordenador cualquiera, que se mueven ágilmente por todas ellas, haciéndolas sonar, con ritmo, sin pausa, bailando, disfrutando de la sensación placentera de la escritura. Esas palabras que llegan, que traspasan el corazón y el alma y que hace que ya nada tenga sentido. Unos dedos que forman parte de unas manos, grandes y seguras, que agarran fuerte, con decisión, que se mueven, que descansan, que acarician, que saludan, que hablan…
Estas manos eran las de Javier, un escritor reconocido.
Pero, cosas delo destino, pasaron los años y la existencia de Javier había dado un giro de ciento ochenta grados, dónde un vacío profundo se instaló en su interior.
Una gran soledad ocupó todo su ser. Su prometida, la mujer que le hizo conocer el amor, lo había dejado de la noche a la mañana sin ninguna explicación. Habían pasado desde aquello varios años, pero no lo había superado. Ahora tenía treinta y ocho años y el destino lo había apartado de su gran pasión: la escritura.
Su ordenador se quedó en aquella habitación, en casa de su madre donde lo trasladó y ella lo tapó con una sábana blanca, quedó solo, olvidado, abandonado… No había podido volver a entrar en aquel cuarto cada vez que iba a visitarla.
Nunca comprendió qué le pasó aquella tarde, la sala estaba repleta de gente… todo preparado para la presentación de su novela...
Javier salió decidido, seguro, con paso firme, saludó a los asistentes, se sentó en el sillón, cogió el libro entre sus manos y ya no hubo nada más, no se escuchó ni una sola palabra de su boca, solo hubo silencio absoluto.
Aquello supuso un punto de inflexión en su vida. Nunca quiso leer la crítica, lo que en los periódicos se había publicado sobre la presentación de su última novela.
Ya no escribía, todo se terminó para él…En su interior algo muy grande se encontraba reprimido, atrapado, ahogado…
Una tarde, en la hemeroteca cercana a casa, donde acudió para ver a un amigo, cuando algo lo atrajo hasta el periódico del día exacto de su última aparición. Era ese, tenía entre sus manos un papel impreso de letras que nunca quiso leer. Lo abrió lentamente, su curiosidad le hizo ir directo a la sección de cultura y, en la parte izquierda, en el ángulo superior, aparecían un par de columnas dedicadas a él.
Cerró rápidamente el periódico, no pudo leer la primera palabra, era demasiado doloroso aquel recuerdo.
Analizó todo lo que hizo ese día hasta las siete de la tarde (hora del acto). Esa jornada fue especial, se levantó temprano, tomó un saludable desayunado, hizo un poco de aerobismo…
Después de comer se echó un rato en la cama para descansar y recuperarse. Posteriormente se dio una ducha caliente, se puso su pantalón oscuro y una camisa negra.
Todo estaba en su cabeza, se repetía intacto en su recuerdo, como si aquella vivencia se hubiera instalado en su mente para siempre.
Pasó más o menos un mes desde su visita a la hemeroteca. La imagen de aquellas letras en blanco y negro lo visitaban constantemente, cuando menos lo esperaba, a cualquier hora, en cualquier lugar, en cualquier situación.
Decidió que tenía que volver a leer aquella crítica, se tenía que enfrentar a su realidad, le obsesionaba aquel periódico, día y noche, hasta soñaba con él.
Llegó hasta la puerta del edificio, subió a la segunda planta, por las escaleras, peldaño a peldaño como arrastrado por una luz que dirigía sus pasos, entró en la fría, amplia y solitaria sala, volvió a buscar el periódico abriéndolo de nuevo por la página exacta y, tragando saliva, se decidió a leer lo que allí ponía de una vez por todas. Decía así:
“El escritor Javier Pardo no pronunció una sola palabra en el acto de…”
Algo se removió en su interior.
- ¿Cómo que no hablé?, se dijo.
- Si yo entré en la sala…, se volvió a decir.
No comprendía nada, todo parecía surrealista. Volvió a leer aquel artículo una y otra vez y seguía sin entender nada.
Él estaba seguro de que salió ante el público aquella tarde, era algo incuestionable y de lo que más seguro estaba en toda su vida. Cada vez entendía menos aquella noticia.
Abandonó la biblioteca, salió disparado como alma que lleva el diablo, llegó a casa, cogió la llave de su coche, lo arrancó decidido para dirigirse a casa de su madre.
Condujo muy rápido, llamó a la puerta y saludó a su madre con un beso en la mejilla. Entró y se dirigió al despacho. Las manos le temblaban al intentar abrir la puerta, su cuerpo sudaba por completo, su vista hasta parecía nublarse…
Y allí estaba el ordenador, en silencio, sin vida. Sintió una emoción enorme al verlo después de tantos años. Retiró la tela que lo protegía, estaba exactamente igual que lo dejó.
Abrió su armario y, como si no hubiesen pasado los años, en una percha se encontraba su pantalón y su camisa negros. Se los puso. Se sentó en la silla y, cuando estaba frente a las teclas con las manos colocadas en la posición correcta dispuesto a escribir, con una emoción inmensa por aquel bello reencuentro, entró en la habitación su madre y exclamó:
- ¿Te has vuelto a poner la camisa?,
Empezó a faltarle el aire, su respiración se hacía costosa, con dificultad, sentía una gran opresión en el pecho, así que decidió quitársela. Siguió sentado frente al piano con el torso desnudo respirando lentamente.
Y en ese momento Javier lo comprendió todo y gritó: ¡La camisa!
Todo estaba claro en ese momento, él había salido a la sala aquel sábado hacía ya más de veinte años con la prenda recién estrenada y lo acababa de comprender todo:
Aquella camisa se la regaló su prometida: Javier solo sintió que su boca se paralizaba.