¿En qué momento decidí bajar a beber agua? Normalmente nos hacemos esa pregunta cuando desconocemos el momento exacto. Pero yo no. Yo lo sabía. Fue a las tres y diecisiete minutos de la madrugada, apenas cuatro horas y treinta y ocho minutos después de que me acostara, y aproximadamente cuatro horas y tres minutos antes de que lograra conciliar el sueño. ¿Sorprendido? Es natural. Yo también lo estaría si me encontrara a alguien con una percepción del tiempo tan enfermiza.
Supongo que por eso me gustaron siempre las matemáticas. Pocas cosas albergaban para mí un sentido del orden semejante. Funcionaban como si el azar no tomara parte y la armonía se impusiera sobre todos los elementos.
Descendí los veintisiete escalones que me separaban de la planta baja de nuestro chalet, poniendo sumo cuidado en que la vieja madera de roble no chirriara a mi paso. De punta a talón, de punta a talón…
¡Ah, sí! ¿Aún no lo he dicho? También soy músico. Diría que la música me ayuda a desahogarme, que solo en ella consigo hallar la paz interior que necesito, pero no sería sincero. Me gusta tocar porque, en una partitura, como en una operación matemática, todo parece pensado para encajar en un sitio concreto, para ser perfecto o, al contrario, no ser nada.
De talón a punta, de talón a pun... Un murmullo de voces puso mis cinco sentidos alerta. Eché una fugaz mirada al suelo. Una ranura de luz escapaba por debajo de la puerta de la cocina.
Qué raro. Papá y mamá solían acostarse muy temprano. ¿Por qué seguían despiertos a aquellas horas? Un cosquilleo me recorrió todo el cuerpo hasta convertirse en un escalofrío que me erizó el vello. Me temía lo peor.
Me aposté contra la pared y acerqué la oreja. La retumbante voz de mi padre sonaba furiosa al otro lado del tabique:
—Bueno, yo creo que por hoy ya está bien. Mañana madrugamos los dos. Es suficiente.
—¿Cómo que "es suficiente"? ¡Es de nuestro hijo de quien se trata!
Di un respingo. ¿Habían trasnochado para hablar de mí? No podía ser nada bueno. Apreté el tímpano contra la rugosa superficie del gotelé.
—No me tires de la lengua porque sabes que hablaré. Y no me apetece calentarme a estas horas– advirtió mi padre.
—Pues si tienes que hablar, habla. Siempre amenazando y luego al final nunca dices nada.
—Mira, no sé a dónde quieres ir a parar, pero...
—Solo quiero que lo admitas de una vez. ¡Te avergüenzas de nuestro hijo!
Para entonces, presionaba la oreja con tanta fuerza contra la pared que pude sentir un hilillo de sangre resbalándome por el lóbulo.
—Muy bien– replicó mi padre con serenidad. «La calma antes de la tormenta», pensé. – ¿En qué invierte el tiempo libre? Música y matemáticas, ¿correcto?
—Correcto.
—¿No ves dónde está el problema? - Su tono adquirió un odioso matiz condescendiente.
—Si ves un problema en que nuestro hijo dedique sus ratos libres a aquello que le apasiona, quizá seas tú el que no está bien de la cabeza.
—¡Esto no va sobre pasión! ¡Esto va de subsistencia! ¿Cómo diantres va a prosperar en el futuro si sus aficiones no le llevan a ningún lado?
—¿De qué demonios estás hablando?
—¡Venga ya, cariño! ¿Por dónde empiezo? ¿Acaso a tu pueblo no acudían músicos todos los días? Se presentaban como gente de las capas más humildes de la sociedad. Y tú veías su aspecto andrajoso, su pelo exageradamente largo y lleno de piojos, sus dedos nudosos y ajados, sus uñas negras como el carbón y sus dientes picados. Y luego extendían la mano, con la palma vuelta hacia arriba y decían con un hilo de voz: «No tendrán ustedes alguna moneda...». Después sonreían con esa mueca espantosa y, por muy insensible que fueras, notabas que algo se te revolvía por dentro. ¿Asco? ¿Compasión? Yo qué sé. Pero les dabas el dinero.
—Bueno, ¿y qué hay de malo en ayudarlos?
—Pues que luego se alejaban lentamente, hasta que doblaban la esquina y les perdías de vista. Y cuando se aseguraban de que ya nadie pudiera vigilarlos se dirigían a los confines del pueblo, a ese prostíbulo de mala muerte que había en el polígono. A fundirse los ingresos del día. Todos, sin excepción. Al último lo encontraron allí mismo, en la barra, ahogado en su propio vómito. Coma etílico. Aguantó dos días más antes de espicharla.
—¿Pero por qué metes a todos en el mismo saco? ¿Ahora todos los músicos son unos mentirosos disolutos o qué?
—Y luego está lo de las matemáticas –repuso mi padre sin prestar atención– ¿Quién estudia Matemáticas a día de hoy? Los matemáticos no son más que un hatajo de prepotentes. Los números se enseñan en la escuela de la misma manera en que se enseña el alcance de las guerras en Historia. Son implacables, extenuantes y complicados. Muy complicados. Al final esos prejuicios provocan un efecto placebo y los chavales se frustran incluso antes de haber intentado resolver un problema.
» Por eso las aulas universitarias de Matemáticas están vacías. Los catedráticos se escudan en su exclusividad, en que solo la flor y la nata de los institutos es capaz de reunir las agallas y la nota suficientes para dar el paso.
» Ellos mismos terminan por tragarse sus mentiras. En lugar de reconocer sus errores y denunciar la incompetencia del sistema educativo, visten con camisas sin arrugas, pelo engominado y zapatos de charol tan brillantes que uno podría verse reflejado en ellos si se acerca lo suficiente. Esa excentricidad, ese elitismo asqueroso que tanto me enerva, es su forma de huir de la autocrítica. De ocultar su cobardía.
» No quiero que nuestro hijo se convierta en un clasista engreído, cariño. Y supongo que tú tampoco.
Lloré amargamente toda la noche.Quince años después, fusioné mis dos pasiones en una. De las matemáticas adopté el rigor y el perfeccionismo. De la música tomé prestada su capacidad para evadirme de la realidad sin llegar a descuidarla.
Y me hice escritor. Llamé a mi primera novela "Al otro lado del tabique". Nunca pensé que una conversación a escondidas pudiera dar tanto juego. Ni tanta fortuna.
¿Ahora qué, papá?