Mira las cajas esparcidas por el apartamento y, cansada, se sienta en el suelo para desahogarse. Recuerda a la vecina cabalgando sobre el regazo de su marido y el llanto ahora es rabia. Golpea una caja hasta agujerearla. Una cascada de fotos se desborda. Aun con ojos turbios, logra reconocer una postal: la del puente Rialto. La gira y recuerda esa letra:
“Nuestras familias comienzan nueva vida en sitios lejanos y aun somos demasiado jóvenes para revelarnos. Propongo que dentro de un cuarto de siglo nos demos una segunda oportunidad. Nos disfrazaremos de nuestros superhéroes favoritos para el carnaval de Venecia.
Andero”.
Con un nudo en la garganta, mira la fecha de la postal y calcula que en tres semanas sería la cita. Se muerde los labios, y después las uñas. Se pregunta si los cuatro ratos apasionados de aquel curso del 95 son suficientes para sostener una decisión de tres vuelos y dos escalas.
Al tercer día disfrazada de Wonder Woman, las esperanzas de encontrar a su Capitán América son mínimas. Se siente estúpida, sola y saturada. Le empieza a molestar la alegría ajena y decide marcharse. De repente oye su nombre. Gira sin saber hasta que se repite la voz que reconoce:
—¡Natalia!
—¿Andero?
Corren, se abrazan y, con el tercer beso, se difuminan los veinticinco años de separación. Durante horas se dedican caricias, bailes y risas, hasta que ella dice:
—Bueno, ¿nos quitamos las máscaras ya?
—Natalia, debes saber una cosa… —advierte sin poder evitar que ella retire el antifaz.
—Vaya, te veo muy… femenina.
—Entonces ya lo sabía, pero lo nuestro fue muy potente.
—Joder, ¿te has operado?
—No todo. Todavía tengo…
—Algo es algo.
Se quedan calladas. Natalia gesticula incomprensión durante un rato y, tras otro silencio, dice:
—¿Sabes qué? A la mierda, ¡te quiero!


Viva el amor libre!
Giro final brutal!
Saludos Insurgentes