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“- No se preocupe Sheriff nadie puede sorprenderme, -Jimmy acarició la culata de sus revólveres y sonrió.
- ¿Es cierto que naciste en Virginia muchacho?
- Cierto, de allí vengo, he oído decir que hay buenas oportunidades aquí en Laramie y hermosas muchachas también, - giró la cabeza indicando al Saloon, al otro lado de la calle.
- Muchos otros llegaron antes que tú Jimmy Dayton y acabaron enterrados aquí, no quiero problemas en mi ciudad durante la Feria.
- No debe preocuparse Sheriff, tengo trabajo en el rancho Miller, - aclaró Jimmy.
En aquel momento a las puertas del Saloon apareció la muchacha más hermosa que Jimmy había visto en su vida. Chocó con el índice el ala de su sombrero echándolo hacia atrás a modo de saludo.
La joven sonrió y dándole coquetamente la espalda volvió a entrar en el local.
- Cuidado muchacho, - rezongó el Sheriff siguiendo su mirada-, esa es Allyson, la chica del capataz del rancho Miller, Tom Bradford. No te acerques a ella sino quieres acabar en una caja de madera.
Demasiado tarde, Jimmy ya había caído rendido al encanto de Almudena. A sus grandes ojos castaños, cálidos y apacibles, en los que asomaba el verano, una mañana vareando los almendros de la Finca, una tarde a la fresca a orillas del Guadalquivir.
Aroma de sol, tierra y agua…y…”.
Mariano Fonseca apartó los dedos de las teclas lentamente. Otra vez no, por favor, por favor…Sacó la cuartilla de la máquina de escribir con energía y la rompió en tantos pedacitos como le fue posible.
Llevaba dos meses sin acabar una nueva novela.
Durante los últimos veinte años había escrito una por semana, siempre ambientadas en el lejano Oeste. Pistoleros, indios, cowboys, sheriffs y la Chica, siempre había una Chica. Valiente y bondadosa unas veces, otras malvada mujer fatal, (por la que los hombres acababan friéndose a tiros por supuesto).
Era lo que sus lectores esperaban semana a semana, a cinco pesetas la novela corta, edición de bolsillo. Artesano de a pieza semanal.
A Padilla, viejo y buen amigo, además de mi editor, ya le había dado todo tipo de excusas, unas más creíbles que otras. Desde un terrible dolor de muelas hasta una repentina indisposición estomacal que le tenía postrado en cama. Hay que reconocer que, para ser escritor de novelas, estaba haciendo gala de muy poca imaginación.
Mi enfermedad se llama Almudena, Almudena Jiménez.
Llegó a nuestra vida hace más de diez años. Vino del pueblo a servir a la ciudad. Apareció en mi casa una mañana con su maleta de cartón, un pañolón marrón y negro atado a la muñeca en el que traía varias hogazas de pan de la Finca y, en un pequeño monedero, la carta de recomendación de Doña Filo la guardesa, junto al billete del autocar de línea y veinticinco pesetas.
Mi madre la recibió con su adustez habitual. Le informó sobre sus obligaciones domésticas y la entregó en manos de Herminia, la cocinera, aliviada por desentenderse de la muchacha rápidamente y volver a sus asuntos, es decir, a la Parroquia de Don Bernabé y al ropero para el Hospital de la Santa Caridad.
Su alegría y ganas de vivir fueron atravesando las paredes poco a poco hasta adueñarse de todas las habitaciones, hermosa enredadera que abrazó toda la casa, desde el patio a los balcones y poco después a sus solemnes habitantes.
Desde la cocina a mi despacho se esparció la magia. Subió escaleras y recorrió pasillos, penetró el pecho metálico de mi máquina de escribir e impregnó las cuartillas que golpeaba rítmicamente.
Nunca el salvaje Oeste fue más alegre y lleno de romance, (en mi novela “Caravana a Virginia” se enamoraron el brioso corcel Silver y la dulce yegua Dana. Tengo que decir que recibí numerosas cartas de júbilo de mis lectores más amantes de los animales).
Hace seis semanas Almudena se marchó.
Empezó a cartearse desde las últimas Navidades con un hombre del pueblo, José Manuel el de la bodega, que había enviudado hace dos años quedando sólo con tres chiquillos. El le pidió matrimonio y ella le aceptó consciente de que, ya en la treintena, era su última oportunidad de tener una familia propia, de no vivir la vida de otros.
Mi madre y Herminia la despidieron entre lágrimas y risas. Una maleta nueva y 300 pesetas para empezar una nueva vida.
Yo…yo no pude verla marchar.
Nunca sabrá nadie que la amé con todo mi corazón.
Aquí, a solas en mi despacho es donde puedo recordarla, donde vivirá por siempre, enredada en mis cuartillas…
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“- Cuidado muchacho, - rezongó el Sheriff siguiendo su mirada-, esa es Allyson, la chica del capataz del rancho Miller, Tom Bradford. No te acerques a ella sino quieres acabar en una caja de madera.
Demasiado tarde, Jimmy ya había caído rendido al encanto de Allyson. A sus grandes ojos castaños, cálidos y apacibles, en los que asomaba el verano…”
