Aquel día marcaría mi adolescencia. La cicatriz —tatuaje o amuleto, no lo tengo claro— que ella dejó sobre mí aún sigue presente. Las raíces de esta memoria se sumergen en mi corazón.
Aún se desperezaba la mañana cuando Amatista entró en clase. El halo radiante que normalmente la envolvía se había apagado. Desconozco si, con el ajetreo, mis compañeros pudieron darse cuenta: unos, trapicheando con marihuana; otros, calculando cuantos radiocasetes robarían; y algunas, cuchicheando sobre cómo la tenía Roberto, repetidor de bachiller, que las llevaba loquitas.
Ese día la joven maestra había perdido la mirada inocente pero inquebrantable con que conseguía que unos ignorantes aprobasen asignaturas, algo que nadie entendía.
Llevaba un sobre en la mano. Ese maldito sin remite ni destinadario. Con la cabeza agachada y unas lágrimas a medio secar, me miró negando con ligereza. Apoyó su trasero sobre el perfil de la mesa y dijo lo peor que podía imaginar:
—Atención, clase. Hoy es mi último día.
Todos nos miramos alucinados. Las expectativas escolares de la mayoría se iban al garete sin ella.—La Dirección ha decidido que me marche.
Hubo muchas protestas, algunos amenazaron con asaltar el despacho del director y colgarlo. Ella suavizó la situación, asegurándonos que estábamos preparados para terminar el curso sin su ayuda. Teníamos que confiar en nosotros y ayudarnos, dijo. Lo que se calló es que algún compañero del claustro, que no soportaba su desempeño brillante, la delató por el beso que nos dimos, en apariencia a solas, la semana anterior.
Tras oír aquello, salí corriendo. A la tarde, apareció en mi casa con un mamotreto entre las manos.
—Toma, ya no lo necesito. Es un libro mágico. Léelo con la mente abierta y el alma limpia. Te compromete a ponerlo al servicio de los demás como tantos otros hicimos antes.
Me ha gustado.
Saludos Insurgentes