Berlín, 1940.
Me llamo Ángela, pero, irónicamente, jamás me he sentido en el cielo. De hecho, hay muchos que de saber quien soy realmente asegurarían que mi lugar merecido está en el fondo de los infiernos. Digo infiernos porque no pienso que exista solo uno, de hecho, siempre he pensado que todos tenemos nuestro propio cielo y nuestro propio infierno. La cuestión es que nunca me he sentido incómoda con las llamas, siempre me he sabido desenvolver entre el miedo, siempre he sabido salir ilesa de todos esos huracanes de pensamientos y emociones que han intentado acabar conmigo, he sabido construir castillos con los escombros, y eso ha sido así porque he sido bendecida con la maravillosa capacidad de convertir en palabras mis miserias. No recuerdo la primera vez que escribí porque para mí la escritura es prácticamente como la respiración, pero lo que si recuerdo es que todas mis historias siempre brotan desde la pena. Nunca he entendido porque la inspiración nunca me llega desde la alegría, y nunca he querido indagar en ello por miedo a descubrir que tal vez era porque nunca había sido feliz. Esto ultimo he podido comprobar hace poco que no es verdad, porque he vivido momentos en este ultimo año de una felicidad incalculable. Pero después de esos momentos descubrí la peor de las penas, que es aquella que llega después de los momentos felices. Y con esa nueva pena me llegó algo totalmente nuevo y desconocido para mí, la incapacidad absoluta de hacer que brote algo a partir de ella.
Me siento en esta vieja mesa de madera de roble y cojo la pluma, con el deseo de que todo este veneno que llevo dentro se convierta en tinta, y la tinta en palabras aladas que se me metan por dentro y curen la esperanza que se me está pudriendo en las tripas. Pero no sale nada. Todo el veneno sigue dentro envasado al vacío y no deja espacio para nada más. Mi padre acaba de llegar y en breve tendré que bajar a cenar. Hoy al parecer es una cena importante. Importante es una palabra muy curiosa porque su significado cambia radicalmente dependiendo de quien la pronuncie. Para mis padres esa cena era muy importante, y en cambio para mi era la cosa más ridícula que tendría que presenciar en mucho tiempo. No era ningún secreto que mis pensamientos nada tenían que ver con los de mi familia. Aunque de mi boca no salieran palabras, mis ojos y mis expresiones faciales se encargaban de demostrar que yo no comulgaba con esas ideas acerca de la verdadera patria y de la verdadera raza. No encontraba ningún argumento válido a ese antisemitismo infundado, en realidad nunca he conseguido encontrar ningún argumento válido para justificar el odio. Lo que ellos llamaban honor yo lo llamaba odio, lo que ellos llamaban orgullo nacional yo lo llamaba odio, lo que ellos llamaban la verdadera Alemania, para mí no era más que odio. Para mi todo se reduce a odio desde hace siete años. Sin embargo, en medio de todo ese odio encontré el amor, y lo encontré en el lugar perfecto y en el momento perfecto si yo hubiera sido otra persona, pero no fue así. Yo soy yo, y eso hizo que lo que para otra persona hubiera sido un camino de rosas para mi no fuera más que un sueño inalcanzable y utópico.
Sigo dando rodeos por los detalles porque sigo sin ser capaz de saber cómo empezar a contar nuestra historia. Parte de este bloqueo se debe al miedo que siento a escribir la verdad de todo, sentarme frente a ella y asumirla. Siempre he pensado que al escribir algo lo estás asumiendo, y yo aun no sé si estoy preparada para ello. De todas formas, lo voy a intentar, voy a ponerme el paracaídas, aunque aún no tenga el valor para saltar.
Voy a ir al grano para evitar arrepentirme. Me enamoré perdidamente de ella. Sí, de ella. Supongo que ya se entenderá lo que dije al principio de que me mandarían al fondo de los infiernos. Ella es la hija de un militar íntimo amigo de mi padre, pero ella no era como todos ellos, ella era diferente. Supongo que, desde la perspectiva del amor, el ser amado siempre nos parece diferente al resto. Nos pasábamos el día juntas y conseguíamos evadirnos de toda esta atmósfera densa y enrarecida que se respiraba a nuestro alrededor, y con la que, ninguna de las dos, estábamos de acuerdo. Soñábamos con lugares y tiempos lejanos. Cualquier escenario era mejor que el que estábamos viviendo. Leíamos historias de aventuras y creábamos mentalmente a nuestras propias heroínas. Habíamos creado un oasis en medio de este desierto. Nos creíamos capaces de hacer grandes cosas, aunque al parecer la realidad era ¿Qué grandes cosas pueden hacer dos hijas de militares, enamoradas y contrarias al régimen en medio de la Alemania Nazi?
Esa fue su frase de despedida. Yo sí que creí que éramos capaces. Y lo más triste y punzante de todo es que lo sigo pensando. Pero ya todo se ha desvanecido como el humo de un tren que ya pasó. Todo se ha ido menos este dolor inmenso que se queda enquistado al darte cuenta de que el amor no lo puede todo. Algún día espero ser capaz de convertir en poesía nuestra historia. Mientras tanto, me pondré frente al espejo todos los días y me recordaré mi valentía. Me repetiré que, aunque no tenga su compañía, yo, sigo siendo capaz de hacer grandes cosas.