Llevaba años apilando relatos bajo mi cama. Celosamente inventaba historias y las guardaba usando como candado un gastado colchón, que mantenía esos escritos alejados del mundo. Con los años, solo el polvo y algunos seleccionados ojos, habían tenido permiso, para asomarse a esas hojas.
Un día, al por la biblioteca central, descubrí la existencia de un taller de escritura. Mi adición a escribir fue superior a mi vergüenza y me apunté al cursillo, desconociendo la profundidad del fangoso pantano en que me estaba metiendo.
Con alegría fui a la primera clase. El resultado fue nefasto. Me dieron una frase y a partir de allí tuve que escribir un microcuento. Cuando me tocó leerlo en voz alta, tartamudeé la mitad del texto y noté, que la otra mitad, no trasmitía, ni remotamente la idea que tenía en mente. Avergonzado miré de reojo a mis compañeros. En ello intuí mi fracaso.
Desanimado y con la tarea de hacer un relato interesante para la próxima clase, volví desconcertado a casa. Un cierto grado de pudor, se acostó conmigo esa noche. La ansiedad me mantuvo en vigilia. Las horas que duró la oscuridad, no hice más que pensar en alternativas y variantes al texto- siempre mejores- al resultado presentado.
Amanecí con una extraña sensación de vergüenza y orgullo. Me cambié angustiosamente y cuando abrí la puerta de mi habitación, vi, en el rellano, al borde de la escalera, un gigantesco cocodrilo que me aguardaba, con claras intenciones de devorarme. El prehistórico animal abría su inmensa boca ante mis impulsos por avanzar.
- ¡Fuera! -grité un par de veces, pero la casa vacía no me respondió y el animal tampoco. La bestia solo atinaba a mostrarme sus amenazantes colmillos. Así que, desistí de mis intentos de ir a trabajar y decidí recluirme en mi habitación.
Llame a mi jefe, inventado una enfermedad poco común. Mi situación real era poco creíble y que no me comprenderían. Cuando colgué el teléfono, me asomé al pasillo. El caimán seguía allí, enseñándome sus cuantiosos y brillantes dientes.
Para matar el tiempo y calmar mi exaltación, me senté en el ordenador a rescribir el microcuento del taller. El condenado relato no me había dejado pegar un ojo en toda la noche.
Una vez acabado, para matar el tiempo, se me ocurrió adelantar la tarea de la próxima clase. Inventé una historia dónde un yacaré que atemorizaba a un hombre encerrado dentro de una habitación. El primer borrador acabó en un cuento de terror, en el que el vil animal acababa por devorar al pobre individuo. Luego, intentando que mis letras fueran más fuertes que mis palabras, modifiqué el texto, haciendo que el personaje quien doble a la bestia, otorgándole el don de manipular su destino mediante su teclado.
Cuando acabe mi empresa, estaba hambriento. Quise acercarme hasta la cocina, pero al abrir la puerta, vi que el monstruo se mantenía como un centinela, decorando como una gárgola el final de la escalera. Probé engañarlo, pero cada paso mío fuera de mi lecho, era un paso que avanzaba hacia mí. Mi miedo pudo más que mi hambre y retrocedí sobre mis pasos. Asombrosamente el cocodrilo, copió mis movimientos inversamente, …alejándose.
Cerré con llave la habitación. Desesperado y sin recursos, llamé al profesor del taller. Le comenté lo acontecido. Me comprendió perfectamente. Sus confortables palabras me tranquilizaron y Me dispuse a indagar un poco más sobre el animal. Lamentablemente, las palabras de mi maestro solo calmaron mi ser, pero no a la bestia, que oía rezongar del otro lado del muro, en un acoso constante.
Dubitativamente, me acerqué nuevamente hasta la puerta. Estaba por abrirla, cuando lo escuché llorar. Sus sonidos me atemorizaron. Recogí mis textos recién acabados, y tras releerlos decidí quemarlos. Me acerqué a un rincón de la habitación y encendí una pequeña hoguera. Cuando las cenizas devoraron todas las palabras que me avergonzaban, acerqué mi oído al muro, como no oí nada, abrí la puerta lentamente. Asomé media nariz y solo con un ojo busqué a la bestia que se mantenía inmóvil como un guardia de Gales, al pie de las escaleras. Al verme retornaron sus rugidos.
Tuve que replantear mi sacrificio, por lo visto mi ofrenda no había sido suficiente. Me puse al teclado a escribir un texto mejor al anterior. Por lo visto funcionó. Después del punto final el gigantesco reptil dejo de llorar.
Creyendo que se había ido y me dispuse a salir de la habitación, pero al abrir la puerta, vi que seguía allí, aunque lo noté un poco más tranquilo que antes. Aun me esperaba, pero no me acosaba como antes. Al verme con su hipnotizante pupila vertical, tan solo se limitó a abrir y cerrar sus tres parpados, sin emitir ningún sonido.
Volví al teclado, a mejorar mi relato. En cada párrafo, me asomaba a observar la reacción de la extraña criatura. Pase varios días perfeccionando mi texto. Durante ese tiempo fui notando como su actitud inicialmente agresiva iba menguando, haciéndose ante cada línea que yo perfeccionaba, más dócil.
Llegó el día del taller de escritura. Al abrir la puerta de la habitación, lo observé, expectante como siempre, aunque ya no me mostraba sus dientes. Estaba al pie de la escalera, inmóvil e inalterable. Cogiendo valor, decidí enfrentarme al despreciable reptil, y lentamente, me atreví a pasar a su lado.
Bajé las escaleras, intentado no mirar hacia atrás, pero al llegar al rellano, me volteé, en busca de su mirada cómplice. La bestia había desparecido, y eso que todavía me tocaba leer en voz alta mi redacción, ante los oídos de mis compañeros.
Con el tiempo he ido domesticado al animal. Ahora, cada vez que escribo, se sienta a mi lado y solo me enseña los dientes ante frases insulsas o bestiales clichés. El cocodrilo es bondadoso, me ayuda diariamente a superarme. Cuando me aburro de escribir o se me acaban las ideas, aprovecho para acariciar su curtido y rugoso lomo. Sus escamas de queratina, suelen hacerme imaginar grandes historias, en pequeños formatos.