«Atrapado en un instante»

En aquella foto en blanco y negro era fácil reconocer la belleza en la chica del siglo XX, pero era imposible predecir que el color que dotaba de vida su fina melena fuese el rojo. Ondas anaranjadas se mecían repetidamente sobre sus hombros y espalda como la abrasadora lava arrasando Pompeya. El mismo suelo que le cortaba las alas brillaba gracias a ella, y reflejaban las sombras de unos cuadros que yo conocía perfectamente.
El museo del prado de 1919 era magnifico por el simple hecho de tener a la chica de la gorra marinera como empleada. El de 2021 me tenía a mi y a un gerente capullo. El riesgo que corría de ser visto merecía la pena si conseguía admirar su solitaria silueta bajo la inmensa bóveda de cristal, al menos unos cuantos segundos antes de volver. Adoraba como los últimos rayos de luz iluminaban cada peca de sus sucias y sonrojadas mejillas, la forma en como se apartaba el sudor de la frente, dejando al descubierto un flequillo desfilado que esa gorra me impedía ver. Ahora podía contemplar una parte de ella que esa foto nunca podría haberme enseñado, foto que se tomo en el pasado pero que ahora guarda un chico del futuro, para siempre. Escondido, asomo la vista una ultima vez, ella alza la cabeza, sus ojos vidriosos se encuentran con la familia real de Felipe IV, acto seguido los cierra fuertemente reteniendo las lagrimas, atorando una vez mas el grito y silenciando su voz. Vuelve a encadenar sus alas en los mas profundo del anhelo y con un suspiro de agonía vuelve al trabajo. Si Diego Velazquez supiese de su existencia regresaría de entre los muertos solo para retratarla. Yo mismo descolgaría Las meninas para colgar un cuadro con el rostro de esa muchacha.
18 de mayo de 1919, primavera, el reloj victoriano de la sala 12 marca las 20:21. Debo irme, por cada minuto que paso aquí, pierdo un día allí. El juego funciona así. Un día de mi vacía vida por un minuto de libertad. Se siente como si vendiera mi alma al diablo por amor.