Me encontraba sentada sobre mi silla metálica tapizada de cuero barato con la mirada plasmada sobre una hoja llena de garabatos.
Sobre el papel fluía la tinta. Sin rumbo. Aparecían pequeñas ráfagas de frases desechas, de trozos inconexos, y entre ellos trataba de buscar el hilo, de buscarte a ti; pero ni rastro.
—¿Qué haces ahí? ¿Has trasnochado?—oigo detrás de mí. Me giro y veo tu cuerpo apoyado sobre el marco de la puerta de la habitación, medio dormido. Llevabas puesto ese pantalón azul oscuro de viscosa que te regalé por tu cumpleaños. Qué bien te quedaba y cuánto me encantaba.
—No, me he despertado. Durmiendo me ha venido a la mente justo lo que necesitaba explicar. El hilo. A ti. Y aquí estoy, tratando de escribirlo. De escribirte.
—Es muy tarde. Vuelve a la cama. Ya lo escribirás al despertarte. Las palabras que sientes no desaparecen.—me dijiste suavemente, persuasivo.
—No puedo. Necesito plasmarlo ahora. Si no para cuando te vayas solo quedará esencia de lo que me hiciste sentir. Y dime: ¿qué hago yo siendo partes de ti en mí?—Déjalo. No puedes arreglar a golpe de letra escrita lo que ellas mismas habladas han roto. Ya tienes grabados los trozos en los que te convertí.
Pongo de nuevo mi mirada en las frases inconexas y trato de escribir, haciendo caso omiso a lo que me decías.
Me giro de nuevo, para decirte que no me esperases despierta, pero ya no estabas en el marco de la puerta apoyado. Aunque hacía tiempo que no lo estabas.
Y para cuando logro por fin ponerme a plasmar la conexión entre piezas sueltas recuerdo todo y vuelvo a perder el hilo. Vuelvo a perderte. Aunque hace tiempo que ya no estás.
Entre despedidas inacabadas, tu piel y palabras sinsentido, mis manos dejaron de brillar. Una vez más. Aunque hace tiempo que dejaron de hacerlo.