Eran las 4 de la mañana, pero Javier seguía despierto. La luz de la luna entraba con fuerza por entre las persianas, iluminando su pequeña habitación. El camión de la basura ya había pasado, los fiesteros de turno, caídos rendidos en sus camas. Hasta su gata, Fermina, ronroneaba en un sueño pacífico a los pies de la cama. Madrid yacía plácidamente en esta noche de primavera.
Al contrario que Javier.
Javier estaba demasiado inquieto para conseguir dormir. La noche anterior, había terminado la que sería, sin sombra de dudas, su obra maestra. El frustrado escritor (si es que existe alguno que no lo sea) veía, por fin, una luz en el fin del túnel: había terminado el romance que le convertiría en el Cervantes de su generación. 430 páginas de tramas bien narradas, historias apasionadas, desenlaces inesperados. Un romance lleno de celos. Intrigas. Envidias. Y todos los demás ingredientes que un bestseller debería tener (porque, al final, un bestseller no podía ser una historia feliz). Por fin, Javier había creado un libro fuerte e inquietante.
Al contrario que Javier.
Javier era lo que se podía llamar de un hombre ordinario. Nunca tuvo mucho éxito con las chicas. No destacó en la Universidad. No llevaba un bigote novedoso, digno de ser memorable. Compraba en H&M y en Zara; limpiaba el baño con el multiusos de Mercadona. Los martes, jugaba pádel con Germán, su amigo de infancia (porque, al final, las personas ordinarias sólo poseen amigos de la infancia). Los jueves, la cervecita en el bar de siempre, después de clase en el colegio (de siempre). Sus días, semanas, meses y años, pasaban uno tras otro en un eterno bucle. Una vida corriente, para una persona corriente.
Al contrario que el futuro Javier.
Tumbado, Javier miraba hacía el techo, imaginando qué le reservaría el destino tras tan grande éxito. Noches de autógrafo. Fiestas con la élite de la literatura española (¿esto existe?). Cañas con intelectuales en el Bar Pavón. Ropa vintage del Humana. Y, por supuesto, un bigote memorable. Javier fantaseaba expectante, en un mixto de alegría y frío en la tripa, al visualizar su porvenir. Estaba seguro del éxito de su libro pero, sobre todo, estaba seguro del éxito de su futura vida. La que sería todo lo que la actual no es. En la que él sería quién él no era.
¿Qué Javier quería ser? No tenía claro la respuesta, así como no tenía claro cualquier otra cuestión que se le plantease por delante y que le diese la posibilidad de elegir. Su vida había sido, hasta ahora, una cadena de sucesos en la que, al parecer, su opinión no había sido llevada en cuenta. Al contrario que su libro, Javier sentía que no había escrito ninguna línea de su propia historia: eligió la carrera por exclusión, encontró trabajo por recomendación, seguía la rutina por acomodación.
Pero Javier no se consideraba una persona triste, ni mucho menos. La rutina le daba estabilidad, así como un tema (neutro) de conversación. ¿Qué tal la semana? Bueno, normal… ¿Las vacaciones? Bien, cortas… La queja le inspiraba, le movía hacía adelante, le hacía despertar cada día con una ingenua y casi infantil esperanza de que algo pasaría en su futuro que cambiaría drásticamente su presente -como si el futuro no fuese otra cosa que sus propias decisiones.
Con su nuevo libro, Javier estaba seguro de que algo excitante estaba por venir. Pero el simple hecho de pensar en este algo le daba vértigo. Le contaban historias inspiradoras de cambios radicales: la fotógrafa que se hizo guardia forestal, la publicista que se convirtió en tatuadora. Personas decididas, proactivas, que toman las riendas de su vida y deciden cambiar su destino, en una espléndida demostración de seguridad (¿o de locura?). Admiraba las historias a la par que las horrorizaban. El riesgo le bloqueaba, la incertidumbre le mareaba. Al final, la rutina es buena para el desarrollo del ser humano, ¿no es eso lo que dicen los pediatras?
En otras palabras, Javier no tenía huevos.
Huevos. Día tras día, sus tostadas con huevos revueltos. Su rutina, la que tanto le aburría, pero tanto le gustaba. La que podría cambiar radicalmente -o no- dependiendo del éxito (casi seguro) de su bestseller (¿será que era para tanto?). Dependiendo si mañana se despertase con el coraje suficiente para buscar una editora. El coraje de probar algo nuevo y de, por una vez en su vida, tomar una decisión y arriesgarse a cambiar. Y entonces, quién sabe, se convertiría en uno de estos autores célebres, una de estas personas inspiradoras.
Al contrario que Javier.
