Los relojes se aproximaban, peligrosamente, a las cuatro de la madrugada y el alcohol campaba a sus anchas, causando todo tipo de estragos, a mi alrededor. A pesar de ello, estaba resultando una velada de lo más divertida, con buenas canciones y un ambiente inigualable.
Las máscaras pasaban, de mano en mano, desde hacía rato, al ritmo ajetreado de la música de la sala. Minutos atrás, en uno de los intercambios de pareja que marcaba el DJ de la discoteca, me había topado con una mirada, hermosa y penetrante, que se escondía tras un antifaz rojo, salpicado de purpurina plateada. Fue un encuentro de apenas treinta segundos que me dejó con ganas de más. Estaba convencido de que, esos cautivadores ojos de color esmeralda, no serían más que el haz de luz de una sonrisa resplandeciente esculpida en un rostro terso y risueño. La única palabra que logré arrancar de sus labios fue su nombre.
Azucena. Como la exquisita flor que engalana, con máximo cuidado, infinidad de jardines y parques. Como aquel aroma profundo que halagaba mis sentidos y que quedó grabado, para siempre, en mi memoria, tras aquella indescriptible noche de Carnaval.
La busqué. Intenté encontrarla por toda la sala en cuanto cesó la música. Traté de hallar la máscara que cobijaba la mirada más fascinante que había contemplado en mi vida pero, cuando conseguí encontrarla, aquellos iris verdes, que me enamoraron a primera vista, se habían desvanecido para siempre.
Esta mañana, abrumado ya por el peso de la vejez que me encamina, irremediablemente, hacia la muerte, abrí el cajón en el que guardaba, desde entonces, aquel llamativo antifaz y lo acerqué a mi corazón. Un corazón que llora desde entonces. Un corazón que nunca más volvió a conocer el amor.
Saludos,
Carol.
El giro final es brutal.
Saludos Insurgentes