«Blancas formas yuxtapuestas»
Blanca, como si nunca hubieran cincelado sus páginas con alguna de aquellas historias que, luego, nunca lograba saber quién (o cuándo) las había escrito, cogió el libro.
Pudo no haber sido aquél, pudo haber sido otro cualquiera, o, de la misma manera, cualquier otro. Pero no, fue, lo recuerdo, fue, digo, éste.
Dato preciso. Éste. Como algo definitivo. Sin magias, prestidigitaciones, subterfugios, trucos, ni tratos con el destino. Fue el que fue. Aquél, o, éste, como decía.
Y, no, no se dio, no tiró de sí mismo, prácticamente objeto inanimado (obvia circunstancia que acometo, más aquí que ahora, por las discrepancias que argumento en mis propias relatividades), hacia ella.
Con sus manos en torno a todo lo que el libro daba de sí, hablando, claro, de la masa oscura, febril, de polvo quieto, casi en costra, de diminutas, muchas, infinitas incluso, formas yuxtapuestas en su propia forma, si nos dejamos sorber, ni que sea por un segundo, a la extrapolación de un contexto de fantástico despilfarro, pasó la primera página.
Pronto descubrió, no sin cierto alivio, que, ésta, estaba compuesta, y de qué manera, por las propias ausencias que, allí, estaban por relatarse y supo, casi como si dependiera de ese gesto concreto el singular devenir de su seguridad, que, si seguía leyendo, la atmósfera de aquella incipiente determinación se disiparía, contrayéndose en una vasta iluminación de lo ineluctable.
Siguió leyendo, pues, la primera página, si se me permite volver a poner en contexto, embarrancada en una alucinógena velocidad de vértigo quieto, con una sed incorruptible, que únicamente se podría justificar suponiendo que se estuviera muriendo de sed en un alrededor infinito de aguas terriblemente saladas.
Mas, como si no fuera suficiente con todo esto, sin preguntarse siquiera, qué es esto y qué es todo, o, si no es, acaso, esto, un todo en sí, que no precisa de este otro todo para ser el propio todo del mismo esto, pasó, deliberadamente, a la siguiente página.
Blanca, como si aquello que se estuviera contando, aún no tuviese un argumento pensado para dejarse existir, se rompió en la hoja y, por supuesto, en el hastío de reconocerse en aquel finísimo espejo de nihilistas malabares, en el que todo lo hecho se jactó de estar por hacer, aun cuando se vio, desde el propio libro, descifrando el complejo galimatías que ya empezaba a intuir en la cuarta página.
Blanca, como todo lo demás, como una laberíntica ecuación que invade la superficie absoluta de una pizarra, atiborrándose de cifras, tiza y conocimiento, con la inquietante convicción inicial de que, al final, será un desastre todo resultado que no tienda a cero o a infinito, cerró el libro y, como si ya lo hubiera hecho en innumerables ocasiones, empezó a leer la quinta página.
Blanca, como si nunca la hubiera escrito.
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