Escribir es, ante todo, una vía de escape.
De la realidad, de las penas, de los tormentos, de las continuas decepciones de la vida. Agarro el boli y mi cuaderno de ideas, siempre a mano. Nunca acabo escribiendo solo lo que había pensado en origen, las ideas se multiplican según les voy dando salida y las voy arrancando de mí. Cada una de ellas se lleva un cachito de mi alma, de mis miedos, de mis sueños secretos, de mi intimidad, de mi identidad. Los personajes de mis historias son los mejores amigos con los que mi mente conversa en la soledad.
La vulnerabilidad que suscita la lectura de algo propio por parte de alguien ajeno reside en la posibilidad de incomprensión, de que sean incapaces de sentir, llorar o reír contigo. De que no establezcan contacto con tu alma.
Bolígrafo, papel, y, quizá, teclado. Las emociones se drenan. La opresión en el pecho se mitiga.
Catarsis.
Escribir es la medicina más barata del mundo. El tiempo propio, preciada posesión, es la moneda de cambio.
Pocos trueques valen tanto la pena.