―Soy un desecho humano.
―No lo eres.
―Sí que lo soy.
―Bien, eres un desecho humano.
Tras decir estás palabras, un silencio inundó la habitación. El muy lerdo seguía leyendo mi manuscrito, sin haberse parado siquiera a pensar en lo que me había dicho. Yo me levanté de la cama, dejé las mantas tiradas por el suelo, y con mi mano derecha le aparté aquellos papeles de la cara para mirarlo directamente a los ojos.
―¿Cómo? ―le pregunté, clavando mis pupilas en las suyas, atravesando con mirada asesina los cristales de sus gafas.
Él no pareció sorprenderse ante mi comportamiento, por lo que volví a inquirir.
―¿Qué me has llamado?
Entonces suspiró, me retiró la mano de mi propia obra, y continuó leyéndola. ¡Insensible! Esa noche se acordaría de mí. Cómo se le pasaba siquiera ignorarme, yo, yo… me odiaba, sí. Definitivamente debía odiarme, si no, ¿por qué me había ignorado?… y además...
Un tosido seco me sacó de mis cavilaciones.
―Es muy buena ―concluyó.
Tardé unos segundos en reaccionar, me sacudí rápidamente aquellos pensamientos de la cabeza, aunque no cerré con llave.
―Mientes, solo dices lo que sabes que quiero oír ―le reproché mientras me dirigía de nuevo a acurrucarme entre las sabanas.
―Lo digo en serio. Sabes que lo digo en serio.
―Solo quieres tener sexo esta noche.
―Sí. Para que mentir, no ansío otra cosa. No me importa, lo más mínimo, tu sueño de escritora.
―¡Ajá! ―me giré sobre mí misma, arrastrando todas las mantas, y le señalé con un dedo acusador― ¡El pastel queda destapado! Eres un ruin, y, y, un mezquino.
Un beso cálido sosegó mis labios, que prefirieron ceder ante tan sólido argumento. ¿Cuándo se había acercado a la cama?
―Eso es trampa ―le recriminé, intentando no ahogarme.
―Ha sido un recurso desesperado.
―Quedamos en que no puedes usar besos de otoño fuera de estación.
―Entonces déjate de sandeces. Acepta quién eres, coge tu mamotreto y preséntalo ―acto seguido me revolvió el pelo con su mano―. Listo. Malas ideas fuera.
―Eso no funciona así.
Se acercó un poco más, tanto que pude notar su respiración chocando contra mis pómulos. Pero no me besó. Se quedó a una distancia ridícula, con los ojos a medio entornar y la boca abierta. Rebajó el ritmo de respiración, produciendo bocanadas hondas y lentas. Yo intenté amarrarme a lo que me quedaba de consciencia, sobreponerme ante el invasor, defender la fortaleza de mi auto-lamentación, pero no pude; ya había probado bocado, y me había quedado hambrienta.
Incliné mi cabeza lentamente, mientras notaba cómo se erizaba la piel de mi cuello al mismo tiempo que él tanteaba con su mano mi cintura.
―Preséntala ―me chantajeó.
Yo no podía respirar. Sentí frío y calor, amor y odio, deseo y asco.
―Juegas sucio ―tan cerca…
―Lo sé.
Durante unos segundos que me parecieron eternos, pude abrir un parpado, mirarlo a él, escuchar la llama de mi interior, echar un ojo a la pila de papeles que tenía en la mano y tragar para acto seguido decir:
―Hecho.
Entonces me regaló otro beso. Denso a la vez que frágil, sincero y apasionado, fugaz pero eterno. Inundó todo mi ser con rayos de sol a pesar de estar de madrugada. “Con un "muso" así, ―pensé― sería pecado no escribir”.
Y el resto de la historia queda entre sabanas.