Delante de aquel vestigio del pasado me sentí como un viejo farero enfrentado a su destino. Un faro amarillo y desgastado, relegado por las nuevas generaciones al olvido. Su corneta de tinta me miraba, desafiante, bajo la oscura ranura que hacía las veces de linterna. Pero yo no era ningún farero, y aquello no era más que un viejo buzón de correos.
Mis manos temblorosas sujetaban un sobre que pesaba más de lo que dictaban las leyes de la física, porque las palabras que contenía tenían la gravedad de un sinfín de sentimientos enquistados.
—Es una mala idea…
Suspiré negando con la cabeza, pero mis pies estaban clavados a la acera.
Había tardado años en reunir el valor para confesar mis sentimientos. Tantos, que Alicia ya no vivía aquí. Me preguntaba si habría seguido recordando con nostalgia nuestros días de verano, nuestras tardes de cine y palomitas, nuestras noches de alcohol, filosofía y desenfreno adolescente.
Fui consciente de la lluvia cuando unas gotas mancharon el sello con el busto de la reina Leonor. El dulce de los cielos y mi salada tristeza se mezclaban en los bordes troquelados de la estampilla.
¿Acaso había perdido la cabeza? No, necesitaba enviar aquella carta.
Tardé un par de intentos en meterla en la ranura, temiendo que el agua emborronase una dirección que me había costado tanto averiguar. El buzón se tragó todos mis recuerdos sin apenas dar las gracias.
Enjugándome las lágrimas recogí mi bastón, deseando que no fuese demasiado tarde; que el Alzheimer no hubiese borrado ni una coma de aquella confesión de amor prefranqueado.
En el fondo del buzón abandonado rebotó, solitario, el abultado sobre donde se podía leer una dirección con letra temblorosa: «Cementiri de Montjuïc, carrer de Sant Manel, agrupació 12, tomba D34».
Saludos Insurgentes