- ¡Uy, Nicolás! En aquellos tiempos era impensable disponer de tiempo libre para darse un chapuzón. Hasta el pantano, nos acercábamos, únicamente, para lavar la ropa y poco más. El campo era muy esclavo y, la vida en la posguerra, demasiado dura. Se pasaba mucho hambre y dedicábamos la mayor parte del día a trabajar, duramente, para conseguir llevar a nuestros hogares un poco de pan para comer. - La anciana se detuvo un instante y su rostro se sonrojó - Ahora que lo mencionas, ¿sabes qué? Estoy recordando que, en cierta ocasión, sí que probé, en mis propias carnes, el agua tibia del embalse. Prometí que nunca se lo referiría a nadie pero, ¿a ti? ¿Cómo no voy a contártelo a ti?
- Sí, por favor. Quiero saber qué pasó.
- Está bien. - Comenzó - Tendría yo, más o menos, tu edad. Como cada día, bajé, con las otras zagalas, a hacer la colada. La noche había sido muy fría y, aunque despuntaba el sol, la hierba que crecía en la orilla, albergaba una fina capa de hielo en su superficie. Absortas en nuestras historias de amores y romances, no nos habíamos fijado en la peligrosidad del suelo y, justo cuando me disponía a soltar el cesto, resbalé y caí al agua. Las otras, comenzaron a reírse, sin percatarse de que había quedado atrapada en el cieno y no podía salir. Al darse cuenta, intentaron sacarme, pero resbalaron también y corrieron mi misma suerte. Gritamos presas del miedo y del frío, hasta que un mozo vino a socorrernos. Creo que todos mis temores se tornaron en vergüenza cuando me di cuenta de que, aquel zagal, era ese del que estaba tan locamente enamorada. Tu abuelo.
Me ha encantado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes