Cuando escuchamos la noticia de que Tomás había sido escogido como el ganador del premio Nadal, todos nos alegramos por él. Sin embargo fui yo quien sintió una mayor satisfacción, al descubrir mi habilidad para escribir. Ahora me intrigaba saber que más nos esperaba.
La novela se estaba vendiendo en decenas de países por todo el mundo, convirtiéndose en uno de los mayores éxitos del año. Todos querían entrevistar a Tomás para descubrir qué escondía su prodigioso cerebro (el mío).
Poco a poco se fue alejando de todos nosotros. La fama comenzó a consumir la humildad de nuestro amigo, con quien una vez, decidí escribir un libro sin muchas esperanzas.
Un libro que se alimentaba de mis propias experiencias y mis propios pensamientos. Que se adaptó a la forma que yo le daba a través de las palabras.
¿Acaso la envidia me estaba devorando? Realmente no, más bien un sentimiento de tranquilidad y decepción combinado.
Con los meses Tomás se olvidó de nosotros.
Los periódicos hablaban de su historia (la mía) como una de las mejores escritas en los últimos años. Dramática, esperanzadora, hermosa; algunas de las calificaciones que recibió. Tomás dejó muchas de mis ideas fuera, ideas que ahora me pregunto si hubiesen cambiado la situación.
Una noche de invierno, cercana a la fecha de Navidad, en un centro comercial de una ciudad cualquiera, Tomás hizo una firma de libros donde miles de fans esperaban con un ejemplar en las manos esperanzados de poder compartir unas palabras con su ídolo. Yo estaba entre la multitud. Sujetaba con ambas manos su (mi) libro esperando el turno.
Me acerqué a él y se lo entregué. Ni siquiera levantó la mirada y se limitó a preguntar mi nombre. Reaccionó a mis palabras como si un desconocido más le hablase. Mientras lo firmaba decidí hablar. Le expliqué lo mucho que me gustó el capítulo final. Fue en ese momento cuando me miró a los ojos, al escuchar cómo hablaba de un final que no estaba escrito. Un final, que nunca llegó a publicarse porque él nunca lo aprobó, fue el que esa noche le abrió los ojos.
Sin duda, ese fue el capítulo favorito de mi novela.