La muerte de Alejandro me había dejado sumido en un estado de decaimiento absoluto. Aunque era lo normal. Era mi mejor amigo y su fallecimiento había sido trágico. Apareció flotando en el río.
Según dijo la policía, no había sido ni un suicidio ni un accidente. A todas luces parecía un asesinato.
Mi estupor dio paso a otro estado de lucidez para intentar esclarecer el caso. No me dedicaba a la investigación policial, ni era detective privado, pero mi profesión como escritor de novela negra me capacitaba en cierta medida para investigar. Había creado y resuelto decenas de casos en mis novelas policiacas. Estaba formado en cursos de criminalística y disponía de tiempo para hacer mis propias pesquisas.
Con la excusa de la documentación para una novela me había acercado al anatómico-forense para ver qué me podían contar. El doctor me estuvo ilustrando con detalles de la autopsia aunque, como era lógico, tenía que omitir información confidencial mientras el caso estuviera en curso. Lo único que saqué en claro fue que antes de ser arrojado al agua ya estaba muerto. Tenía un golpe en la cabeza y había sido asfixiado antes. No había agua en sus pulmones, por lo que no había dudas al respecto. El forense no reveló detalles como si había encontrado huellas en el cadáver. Me sirvieron de ayuda, como tantas otras veces, las indicaciones del doctor, aunque esta vez por motivos diferentes.
Mi paso por la comisaría fue más fructífero. Cuando llegué y me identifiqué me dijeron que estaban a punto de llamarme para una entrevista, dada mi relación con el finado.
Me preguntaron que cuándo fue la última vez que vi a Alejandro. Les dije que la tarde anterior la había pasado con él y que lo dejé vivo en el bar «La Perla». El lugar donde me tomaban declaración era una habitación parecida a las que se ven en las películas para hacer interrogatorios, las paredes de un gris que parecía sucio de tiempo, aunque no me sentí intimidado. Un policía de paisano tomaba apuntes mientras otro me seguía haciendo preguntas.
Mi relación con Alejandro era estupenda, les conté a requerimiento del inspector, que era quien preguntaba.
Después pasaron a preguntarme sobre qué estaba escribiendo en ese momento. Mi fama me precedía y el inspector había leído algunas de mis novelas, según me dijo.
En un arrebato de sinceridad, rompiendo uno de mis principios mientras escribo una novela de no desvelar nada de la trama, le conté el asesinato que tenía que resolver Matías Brul, el detective protagonista de mi saga de novelas, titulada de forma genérica como: «Crímenes en Tartessos», ambientadas en la zona Oeste de Sevilla y provincia, así como parte de Huelva y Cádiz, las zonas de veraneo de la ciudad hispalense.
Se miraron entre ellos y al poco, suspirando, me dijo el inspector:
—¿Sabe en qué posición le deja esto, señor Villegas?
No había reparado en que al describir el asesinato de mi novela estaba dando cada uno de los detalles de la muerte de Alejandro. En ese momento no sabía si lo que estaba describiendo era el asesinato de mi novela o explicaba lo que ya sabía del caso de mi amigo. Intenté hacer memoria sobre mi novela. Visualicé el esquema que hago siempre antes de empezar un nuevo proyecto, pero por más memoria que hacía no lograba discernir ambas cosas.
Asentí ante la pregunta del inspector, que siguió preguntando:
—¿Tiene alguna explicación para esto?
—Alguien debe haber cogido mis apuntes de la nueva novela y ha reproducido el homicidio—expliqué yo.
—¿Hay alguien que tenga acceso a sus cosas?
—La chica que limpia en casa. Dos veces por semana.
—El golpe que recibió su amigo y la posterior asfixia es difícil que lo haya hecho una mujer con sus manos, como es el caso del señor Alejandro Carvajal. Un hombre de casi metro ochenta y cinco.
Me quedé callado unos instantes pensando en quién más podría tener acceso a mi casa. A mi hermana hacía tiempo que no la veía. Mi madre, en la residencia. La chica que limpiaba tenía un novio: eso podría ser.
—El novio de la chica va algunos días a recogerla a casa—dije sin mucha convicción.
—¿Dónde estuvo ayer entre las nueve y las once de la noche?
—Escribiendo en casa. Solo.
Asintió el inspector y me dejaron allí esperando a no sabía muy bien el qué. Había pasado de estar investigando el asesinato de mi amigo a ser el principal sospechoso.
Parecía haber pasado mucho tiempo, pero la realidad era que solo habían pasado cuarenta o cuarenta y cinco minutos, cuando apareció de nuevo el inspector.
—Hemos hablado con la chica que limpia en su casa y con su novio. Hace días que él no va a recogerla y ella dice que desde el lunes no va a su casa. Estamos a jueves. ¿Algo más que no sepamos, señor Villegas?
Intentaba pensar a marchas forzadas. No sabía quién podría estar reproduciendo el asesinato de mi novela. La escena apareció en mi mente:
«La oscuridad de la ribera del río era el cobijo perfecto para que ese hombre atacara por la espalda a su víctima. Le golpeó en la cabeza hasta dejarlo sin sentido. Puso sus manos en el cuello y apretó hasta que el hombre dejó de respirar. Lo miró con satisfacción y arrojó su cuerpo al río, oscuro y frío en esa noche de noviembre».
El rostro de mi amigo Alejandro Carvajal apareció ante mí cambiando de color mientras yo le estrangulaba. Entonces tomé conciencia del asunto. Escuchaba la voz del inspector muy lejana:
—Pedro Villegas, queda usted detenido por el asesinato de Alejandro Carvajal. Sus huellas dactilares están en el cuello de la víctima. No hay dudas de que usted le estranguló. Tiene derecho a un abogado…
Pero mi mente estaba lejos, muy lejos, tanto como la ribera del río Guadalquivir.