Por lo menos en su cabeza sonaba tan imponente como el III concierto de Brandemburgo de Bach. La idea era original, la trama estaba bien hilada y los personajes tenían una complejidad psicológica elaborada. Incluso se había preparado un cronograma dentro de la historia para que tuviera un orden secuencial lógico y no resultara anacrónico.
Eso sí, su riqueza léxica y gramatical aconsejaba ser pulida, aunque eso era algo que podía ser trabajado mientras redactaba en su primera novela y se seguía nutriendo de la prosa de veteranos y noveles autores.
Pero ese no era el problema. Ese era y es un bendito enemigo para cualquier escritor con pocas letras impresas. Dichosos sean aquellos cuyo principal inconveniente conlleve el verbo aprender.
Él mismo era su propio obstáculo. A él le habían dicho que a su edad tenía que ser justo lo que no era. No sólo para ser feliz, sino como norma social a seguir sí o sí. Se acercaba a los 40, apenas había mantenido relaciones sentimentales, vivía en casa de sus padres y hasta no hace tanto era carne de trabajos temporales y de cursos estériles de información y de prosperidad. No. No era el prototipo de persona exitosa.
Él, inocente de cuna y apocado de patio de colegio, también se sumaba a esta idiosincrasia. También pensaba que era un fracasado y lo que en realidad pasaba es que era tonto. Tonto de remate por querer ser uno más del rebaño. Tonto de manual por ese diario placer de autoinfringirse moralmente.
Pero había más. Llevaba varios meses llorando a escondidas y en silencio. Y lo hacía por todo. Una simple discusión, un recuerdo pueril o una película de esas que acompañan durante los primeros minutos de siesta… Cualquier cosa hacía que los ojos se le volviesen cristalinos y evitaba que nadie le pudiera mirar a la cara.
Sabía que llorar no era malo, pero cuando las lágrimas no vienen acompañadas de sonrisas o de sentimientos positivos es indicio de que necesitas algo más que un abrazo. Y él llevaba mucho tiempo sin reír de verdad y varios años disfrutando la felicidad en tercera persona… Además, en esos estados de júbilo ajenos siempre quedaba un poso de tristeza. No era mala persona ni mal amigo, pero tras las buenas noticias de sus amigos, en las entrañas de su alma, había un doble trasfondo que reclamaba protagonismo para él, aunque solo fuera un poco.
Para rematar de formar una personalidad todavía más derrotista, tenía miedos infundados a cualquier situación a la que no se hubiera enfrentado nunca. Para él, imaginar escenarios en los que saliera mal parado, en los que perdiera o donde hiciera el ridículo era el pan nuestro de cada día.
Miedos, autoestima al nivel del barro, necesidad de recibir palmaditas en la espalda constantemente y con personalidad manipulable. Malos compañeros de viaje para una vida sana. Nefastos ingredientes para un cóctel que has de tomar si quieres escribir un libro. Más que a pasión sabe a cicuta. Y él le daba varios sorbos al día…
Hoy sí empiezo - Se autoengañaba así todos los días de la semana que se propuso como objetivo escribir un libro en el que ya tenía el guión bien elaborado. Y cuando eran pitos eran flautas...
El lunes empezó con ánimo. Tanto, que incluso era capaz de visualizarse firmando cientos de ejemplares en la presentación de su primera novela. Las nuevas palabras del mecanoscrito fluían y a su vez su cabeza comenzaba a desarrollar el texto de páginas posteriores. Pero el ¿Qué dirán? fue el primero en tocar la puerta y surgieron las primeras dudas.
En su historia salían varios cuerpos desnudos, cientos de perversiones y un sinfín de detalles que podrían ser dignas de haber sido puestas sobre el papel por una mente demasiado perturbada. O al menos era lo que pensaba. Ya se sentía bastante señalado como para que nadie le mirara tal como una monja a un exhibicionista. Postergó el escrito.
El martes fue un día duro de trabajo. Laboraba como personal de atención al cliente en una empresa de telecomunicaciones y aquella jornada parecieron reunirse los abonados más desagradables para buscarle. Y él era de moral débil, muy débil, e incluso cargaba sobre su lomo problemas y responsabilidades ajenas a su ente. Ni encendió el ordenador al llegar a casa.
El miércoles seguía de mal humor y con el orgullo herido. Pasó varias horas recordando peleas que nunca pasaron. Era un victimista que solía manipular recuerdos que explicaran el porqué de su presente. Con este panorama, al menos tuvo el decoro de saber que ese día iba a vomitar porquería sobre su texto y lo dejó estar.
El jueves quiso comparar su estilo con el de demás escritores noveles. Aunque era un derrotista de manual, le gustaba medirse con todos sin tener ninguna necesidad y autoproclamarse perdedor. Lo poco que pudo leer le gustó tanto que en vez de aprender decidió pensar que su libro sería una mierda.
El viernes seguía haciendo gala de una personalidad arrolladora. Él ya había diseñado en su imaginación que sus textos no iban a gustar y que iba a fracasar por enésima vez. En el peor de los casos, ningún conocido tendría por qué saber que había escrito un libro. Pero él sí lo sabría, sí mantendría en su retina un fracaso. Otro más.
Nada había salido bien en muchos años. ¿Por qué habría motivos para pensar que escribir un libro iba a ser una buena idea? El sábado ya planteó la posibilidad de que el tiempo invertido no merecería la pena y que podría destinar esas horas a otros menesteres más productivos, cómo ver páginas de contenido sospechoso. Angelito.
Ya para el domingo, la semana en la que iba a empezar su nosecuantos proyecto había sido una pérdida de tiempo. En pocas semanas soplaría 40 velas y esta solo era una muestra más de lo que hasta la fecha era su vida: Ilusión efímera, tristeza perenne y una colección de malos recuerdos.