Me levanto con el peso de la armadura lastrando mis movimientos, tras dedicar una larga noche a departir en buena compañía. Una compañía que me ha llevado por el mal camino de los espirituosos. Mi cabeza retumba a cada paso que doy, esa es la patética consecuencia.
Me arrastro lentamente de mi lecho a mi baño, para refrescarme el rostro y adecentar mi aspecto. Me satisface comprobar lo poderoso de la magia de mi armadura. A la vista de los demás, y de la mía propia frente al espejo de mi baño, semeja la vestimenta de cualquier cortesano, con su chaqueta y su corbata. Es esencial que el engaño se sustente, pues hoy recibo la visita de un gran señor al que le agradan mis textos y desea adquirir alguno, quizá varios, para su publicación. Es mejor que siga creyendo que no soy más que un simple escritor.
Mientras paseo por las calles a medio llenar, maldigo mi estampa y la de la compañía nocturna, de la cual espero que esté sufriendo, al menos, la mitad de la jaqueca que mi pobre cerebro soporta bajo la luz de un sol que brilla sin piedad.
Alcanzo, al fin, mi destino: una altísima torre cuajada de cristales y rodeada por un bello jardín de arbustos y flores. Accedo al salón interior y me acomodo en uno de sus amplios sillones. Un amable mozo me atiende, y me trae una bebida caliente que me entona el cuerpo y ameniza mi espera.
Observo las calles a través del impoluto cristal. Al poco, un jinete arriba en un corcel cubierto por su barda y calzado con herraduras neumáticas. Desciende, elegante y, al hallar mis ojos atentos al ventanal, me sonríe. Es él.
Entra a la torre entre recibimientos alborozados y alargadas alabanzas. Al parecer, es bien conocido por el señor de este lugar, con el que suele departir. Me pongo en pie para recibirlo y él, muy cordial, extiende su mano de dedos largos que pueden cambiar mi vida si se avienen a tomar la pluma que firmara el contrato.
—Buenos días, Marcelino —me saluda en el tiempo que estrechamos nuestras manos.
Oh, malditos los Hados... ¿Por qué ha elegido llamarme por tal nombre? Lucho por controlar mi temperamento, que esta mañana, a la inversa que mi cuerpo, ha amanecido rebelde y peleón. Pero no soy capaz, el engaño se desvanece con mi confesión:
—Me hago llamar Duncan, buen señor, pues el nombre que mis amados progenitores eligieron para mí me desgrada tremendamente. Es el nombre de mi Señor Padre. Un buen hombre con un mal nombre: no es un nombre de caballero.
Mi réplica mesurada, aunque firme, lo deja sin palabras por un segundo.
—¿Duncan, el Caballero, como el protagonista de tu novela?
—Por supuesto, señor. No deseaba desvelaros el secreto tan pronto —aclaro yo, haciendo descender mi tono para favorecer la confidencia—, mas debéis saber que las aventuras que narro noveladas son, realidad, todas mías; y bien reales.
Mi acompañante sonríe con incredulidad, y así me ofende más, si cabe.
—¿En serio? ¿Tú mataste a la hidra de tres cabezas?
Ese tono displicente con el que se dirige a mí me molesta, y su risa burlona me revienta. A falta de mi espada, encuentro un cuchillo sobre la mesa, que ensarto sin dudar en su lomo desprotegido.
El Señor Editor enmudece al instante. Su ceño y sus labios se tuercen en un gesto incomprensible, al tiempo que escucho aterrados alaridos a mi espalda. Me volteo en su busca, pues significan que hay testigos. Damas y otros caballeros, los veo huir llenos de temor hacia la salida.
Se presentan los guardias de la torre a la carrera. De un latigazo eléctrico, mandan la sangre que chorrea por mi mano a volar; y, a mí, a dormir.
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Abro los ojos: luces rojas y azules.
Los vuelvo a cerrar.
Abro los ojos: veo entre ráfagas el rostro de mi compañero nocturno. Creo que llora. Creo que habla con los alguaciles de la ciudad. “Nunca le ha gustado su nombre”, me parece oírle. “Le dejé un momento solo, pero no vi nada extraño”, me parece que repite.
Cierro los ojos una vez más.
Abro los ojos: me pinchan los galenos una jeringa vacía que me extrae la sangre. Yo les grito y les demando. De nada sirve, me llevan y me traen para estudiarme y juzgarme.
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Pasan las horas y es tarde. Ante mis ojos abiertos, arriban mis Señores Padres. Me avergüenzo, pues me han arrebatado mi armadura mágica y, sin ella, me siento desnudo. Las personas que me dieron la vida no le dan importancia, no. Ellas tocan el camisón blanco que es ahora mi vestido. Ellas me cuentan de alcoholes mezclados con drogas y artificios, me hablan de cerebros confundidos por juegos químicos. Me muestran la entrada a un túnel estrecho, me indican el camino hacia mi nuevo futuro. Un futuro donde no hay textos ni bellas palabras, ni calles ni ventanas. Donde solo hay doctores en medicina, pruebas y medicamentos. Lo que sea preciso, me dicen, para sanar mi intelecto.
Se despiden mi Señores Padres con un beso en mi mejilla, pues ya se acercan a recogerme los sanitarios. Yo me revuelvo, insurrecto. Lanzo mandobles sin arma, me defiendo con dientes, uñas y patadas. Pero mis fuerzas son pocas y, al final, claudico.
Encamisado en esta prenda que paraliza por la fuerza mis brazos, cruzo el túnel de luz blanca en volandas, pues a mis pies no se les permite tocar el suelo.
Al final del túnel hay una puerta.
Tras la puerta hay una sala.
En la sala no hay nada.
Solo yo, y cuatro paredes blandas.
¡Mi enhorabuena!