Hace casi una vida, cuando contaba once años, había puesto ya en renglones varias de las fantasías que mi infantil imaginación creaba en mi cabeza. Ya fuera bajo la influencia de Julio Verne, Salgari o Stevenson, pasaba ratos emocionantes en los que mis personajes emulaban las aventuras recién leídas.
Acababa tan contento de mis creaciones que mi excitada imaginación, no podía ser de otra manera, me animó a creer que llegaría a ser un afamado y exitoso escritor, como los que entrevistaban en televisión, y que mis libros coparían las librerías de todos los países que yo, por entonces, conocía. Estaba tan seguro de ello que no dejaba de repetírselo a mi madre; no importaba que estuviera cocinando, fregando, tendiendo la ropa, cosiendo, que fuera por la mañana, la hora de la comida o la cena, me acercaba a ella una y otra vez y le decía muy convencido:
–Mamá, mamá, voy a ganar tanto dinero con mis relatos que vendrá una mujer a ayudarte.
O:
–Mamá, mamá, vamos a ser tan ricos con lo que gane por mis libros que a papá le compraré un coche nuevo y a ti una casa y ninguno de los dos tendréis que trabajar más.
O:
–Mamá, mamá, sé que sueñas con viajar por eso, con el dinero que gane al publicar mis novelas, te llevaré a dar una vuelta al mundo.
Mi madre, comprensiva y cariñosa como la que más, siempre respondía de forma positiva y me animaba a seguir.
–Qué bien cariño. Continúa escribiendo y seguro que podrás comprarnos todo lo que dices.
Me gustaba mi madre, confiaba en mí y eso me hacía feliz, tanto que continué persiguiéndola durante semanas con mis sueños hasta que un día, un terrible día de junio, mi madre, incapaz de soportar más las continuas interrupciones de su bienintencionado pequeño, me dijo un sábado cuando volví a repetir mis fantasías:
–Ven. Siéntame un momento aquí, a mi lado. Te contaré algo sobre el dinero que gana un escritor.
Mi madre sonreía con ternura, pero por primera vez noté su mirada distinta, contenía cariño, pero no el de siempre y aunque era muy niño intuí que me iba a contar algo serio. Fue a un cajón y cogió un folio en blanco. Me dijo:
–Imagínate que este folio es el dinero que tus libros van a producir. Piensa en la cantidad que quieras. La que quieras. No te pongas límites.
Abrí los ojos hasta casi sacarlos de las órbitas, mi imaginación y mi deseo de dinero para hacer feliz a mi madre eran enormes. Sonreí expectante.
–¿Es mucho dinero, ¿verdad?
Asentí emocionado. Entonces dobló la hoja por la mitad y ante mis incomprensibles ojos la rasgó. Su sonrisa maternal desapareció. Su voz dejó de sonar infantil.
–Esto es lo que se lleva la editorial –y tiró esa parte a la papelera
Me quedé atónito. ¿Cómo? ¿Qué la editorial se va a quedar la mitad de mi dinero? Imposible, era injusto, la idea y el esfuerzo eran míos. Mi madre me miró y entendió mi decepción.
–Pero te sigue quedando mucho dinero, ¿verdad? – señaló la mitad del folio que tenía en su mano –No tanto como antes, pero sigue siendo una cantidad importante, puedes hacer muchas cosas con él.
La miré decepcionado, pero acepté que aún me quedaba dinero y me relamí. Antes de que pudiera decirle algo volvió a doblar y a rasgar la hoja y tiró de nuevo la mitad a la papelera.
–Esto es lo que se lleva la imprenta.
–¿Cómo? ¿También ellos me van a quitar tanto dinero? –protesté.
Sería muy largo escribir con detalle la conversación, pero podéis imaginar el tamaño de papel que me quedó cuando a lo anterior aplicó otros cortes por gastos de distribución, marketing, diseño, comisión a librerías…
La imagen que perdura en mi cabeza es que me quedé con un papel del tamaño de un sello de peseta. Mi madre me acarició la cabeza, me dio un beso en la frente y salió de la habitación. Yo miré aquel diminuto trozo de papel y furioso lo arrugué y lo tiré a la papelera. Nunca volví a comentarle mis sueños.
Por fortuna, la imaginación y la pasión de escribir fueron más fuertes que mi frustración y, después de tres años enojado, los que tardé en perdonarla por matar mi sueño, volví a escribir maravillosas historias. Ahora ya no fantaseo con hacerme millonario, tan solo con la ilusión de ver mi nombre en alguna novela publicada.
Mi madre dice que algún día lo conseguiré. Yo la creo. Después de todo, las madres solo dicen la verdad.
Claro es mi humilde opinión, saludos.