Pertxa agitaba la cabeza de un lado a otro, nervioso. Bebió, fumó una calada que expelió furioso por las fosas nasales. Nada. No había manera. Y se suponía que el desengaño amoroso sonsacaba a las musas sus más tiernas rimas, sus más viscerales metáforas. Pero nada. Se alzó, echó un último vistazo a su mesa, tan metódica que a pesar del cenicero colmado y los ocho botellines de cerveza vacíos sitiando las hojas en blanco resultaba armoniosa, con su deje de bohemia ilustrada. Bah: poser, se maldijo. Acabó la novena y salió a la calle, como perfectamente habría hecho otrora Ludwig van.
Paseó un rato, entró en un bar del barrio, “hola, una consumación alcohólica, sorpréndame, por favor” y se fue al baño mientras le servían. A la vuelta eligió un periódico del que no tardó en desviar la vista. Escuchó una serie de chupinazos y salió en tromba del local, embistiendo todo lo que se encontraba a su paso.