No fui consciente de lo que estaba ocurriendo hasta que la estructura comenzó a venirse abajo con todo su peso. Sentí la tierra zarandearse a mis pies como una fisura que se abre en el cráter de un volcán. ¿Conocéis esa sensación? No, claro que no. Dios no quiera que la conozcáis nunca. Me refiero a la sensación de tener el corazón retumbando en la garganta. De no poder respirar porque los pulmones se han encogido de puro pánico. De quedar súbitamente paralizado y no ser dueño de tus propias acciones.
Así me sentí yo cuando un gran estrépito me indicó que aquellos desalmados iban en serio. Habían cumplido sus amenazas al pie de la letra. Imagino que mi rostro se tornó blanco como el papel y un desvanecimiento provocado por el pavor cerró mis párpados.
Desperté en un hospital, con los fluorescentes verdosos titilando sobre mi cabeza. Mi familia se encontraba allí, tratando de abrirse paso a codazos entre los periodistas. Parece que la noticia de que un hombre había sobrevivido al atentado corrió al hospital más rápido que mis propios padres. Una enfermera despachó a la multitud de la sala y se dirigió a mí:
—¡Ah, ya ha despertado! Dígame, ¿qué tal se encuentra?
—Estoy vivo.
Me sonrió con amargura:—¿Qué es lo que recuerda?
—Supongo que no ha estado nunca dentro de un volcán...
—¿Cómo dice?
—Los volcanes entran en actividad después de un gran período de reposo. Pero cuando despiertan de su letargo, ya no hay vuelta atrás. ¿Me sigue?
—Creo que no.
—El mundo debe prepararse para la erupción que está por venir. Acuérdese de mis palabras. Y cuídese. Cuídese mucho.