De letras, montaraz. - Jacobo en letras
Jacobo en letras

«De letras, montaraz.»

972 palabras
8 minutos
85 lecturas
Reto creativo «Escribir es invitar»
😵 Imagina la aventura personal de un o una novelista que pierde la noción entre la realidad y la ficción.

De pie como estaba, jugueteé con la agradable sensación de cortar el viento. De frente, un estruendo, de costado, apenas un susurro en mi oído. Cerré los ojos e inspiré hondo, tres o cuatro veces. Nunca eran suficientes. Con las manos temblando ligeramente, retorcí las cintas de mi mochila, nerviosa. Después palpé el pantalón, asegurándome una última vez de traer la navaja. Entonces levanté la vista, escrudiñando el follaje como ave rapaz, hasta chocar con una sombra que no correspondía al intrincado tejemaneje de ramas y hojas. Noté cómo me examinaba con unos ojos que yo todavía no alcanzaba a distinguir, y a pesar de conocer aquella mirada, no pude evitar que un escalofrío recorriera todo mi ser.

“Perfecto ―pensé, mientras aún me reconcomía la acuciante tentación de regresar por donde había venido―, el ritual puede comenzar.”

Rápidamente apoyé mis rodillas en el tupido suelo esmeralda que cubría aquel claro. Situé la mochila frente a mí y, tras el satisfactorio y prolongado “zip” (que solo producen las mejores cremalleras), comencé a sacar pequeños montones de hojas, algunas ramas, y una corteza seca repleta de muescas. Tenía todo lo necesario, y lo que no, había tenido la fortuna o la desgracia de encontrarlo por el camino.

Aunque casi me sabía los pasos de memoria, no me faltó un vistazo a la corteza seca, al principio y durante toda la preparación, pues no estaba de más ser meticulosa. Cada elemento debía ocupar su posición exacta, de otra forma no surtiría efecto, provocando que volviera a perder su pista durante al menos todo el otoño.

La sombra, convertida por fin en silueta al adentrarse ligeramente en el claro, seguía con felina atención cada detalle, cada traza de naturaleza que con mis manos colocaba en el suelo. Encina y roble a la izquierda, una ramita apoyada entre el ciprés y una piña que había recogido en el último momento, dos agujas de pino clavadas en la tierra… ojeé las marcas de la corteza, donde redactado en un burdo lenguaje de muescas y arañazos quedaban recogidas las instrucciones a seguir. Un recuerdo fugaz cruzó mi mente, del día en que encontré aquella “madera roseta”, con dos textos idénticos a la vez que radicalmente opuestos; uno con el lenguaje del bosque, y otro en la lengua de Cervantes. Recordé cómo gracias a aquel burdo instrumento, había conseguido empezar a descifrar los mensajes que ya había encontrado inscritos en hojas, piedras, y toda clase de atrezo forestal. Sin duda, un descubrimiento de incalculable valor, ya no solo por su utilidad como conector entre la bestia y el hombre, sino como indicio de que aún quedaba algo de lo que fue dentro de lo que era.

Transcurrieron varias horas, en las que, con el escenario preparado, solo me quedó esperar. Por fin se acercó lo suficiente como para mirarlo directamente a los ojos, algo que no pareció importarle, extraño.

La figura resultó ser un hombre de avanzada edad, completamente desnudo, con el cabello entrecano, un cuerpo casi desprovisto de carne, pero musculoso y nervado en toda su extensión. Aunque tenía algunas cicatrices, no mostraba heridas recientes, prueba de su adaptación a aquel entorno. Una brisa revolvió tanto su cabello como el mío, emborronando momentáneamente mi visión, que al recuperarse sólo pudo dejarme con la boca abierta, pues de forma inexplicable él había aprovechado aquella insinuación de vendaval para avanzar hasta situarse apenas a medio metro de mí. Mis ojos realizaron un examen de la situación a la velocidad del rayo, encontrando, o mejor dicho, sin encontrar una de sus manos, que guardaba ahora tras su espalda. Asustada, tanteé el pantalón de nuevo en busca de la navaja, pero antes de que me diera tiempo a cometer una estupidez, sacó tras su espalda un montón de hojas, todas agujereadas con las muescas y arañazos a los que me tenía acostumbrada. Me las ofreció, yo acepté el presente, y él retrocedió un par de pasos, insinuando que podía comenzar a leerlas.

Cogí entre las manos aquellas reminiscencias de humanidad, y con la memoria dopada por la adrenalina, no necesité de la corteza seca para poder traducirlas conforme las devoraba con mis ojos. Tarde unos segundos eternos, para llegar finalmente a la última hoja, donde pude ver una marca con forma de U seguida de una especie de H, pero mucho más burda. Significaba Tehk’o Bau, o guardián del bosque, el autor de aquellas hojas, la personalidad de aquel ser que aguardaba ahora a escasos metros, esperando mi respuesta.

Yo no pude reprimir una lágrima, que rápidamente sequé con mi manga. Él pareció entender aquello como mi conclusión, por lo que se acercó a recoger sus primitivos manuscritos un tanto confundido.

Súbitamente su figura se tensó, con sus ojos almíbar abiertos de par en par. Permaneció completamente quieto durante apenas unos instantes, hasta quebrarse sobre sí mismo, girar ciento ochenta grados, y perderse en la espesura como una exhalación. Quedé anonadada, ¿qué habría fallado? La respuesta llegó al fijarme en mi mochila, y en la esquina del libro que intrépido se asomaba. Un libro cuya concepción se remonta muchos años atrás, con una portada que rezaba: Elfos, ninfas, y criaturas del bosque, guía de bolsillo. Entonces comprendí; había huido, horrorizado, como un padre al reencontrarse con el hijo al que abandonó hace demasiado tiempo.

Me quedé allí un buen rato todavía de rodillas, con mi piel vibrando al encontrarse con los rayos de sol que tornaban traslucidas las hojas más periféricas. Dirigí mi mirada a la siniestra oscuridad que empezaba a brotar de entre los rincones de la foresta, y como el que mira un pozo negro, esperando vislumbrar su fondo entre dos parpadeos forzados, me dejé llevar por los recuerdos, pensando qué habría perdido primero mi padre; el respeto hacia su obra, la cordura, o la confianza en su auténtica hija.

Jacobo en letras
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7 historias publicadas.

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Eugenio A. García de Paredes Pérez
04 sept, 11:32 h
Me ha gustado mucho el ritmo tan pausado, el regusto en las palabras. Especialmente bien escrito. Muchas gracias y un saludo!!
Jacobo en letras
07 ene, 17:33 h
El tiempo se detiene, y parece que el viento toma ese mismo regusto en cada hoja que acaricia cuando el sol marca el atardecer, la brisa mece la hierba y un claro oscuro de sombras imbuye de cierto misterio, de magias y aventuras, la naturaleza. Gracias, por detenerse a disfrutar del momento. Siempre nos quedará eso.
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