De aquella época, recuerdo los domingos con especial cariño. Era el único día que no enviaba cartas, sino que las recibía. Normalmente me llegaban dos o tres cada domingo, aunque en los meses de mayo y junio siempre aumentaba la correspondencia. Ya no me sorprendía cuando abría los sobres y veía la foto de unos recién casados, sonrientes y plenamente dichosos. Siempre le daban las gracias. Joaquín y Félix, desde una masía en Girona. Antía y Fran, en una iglesia de Galicia. Los nombres eran distintos, pero sus expresiones y agradecimientos, idénticos. Me llegaban tantas que tenía una caja de zapatos, unos Skechers creo recordar, donde guardaba todas las fotos. Era una especie de baúl de la felicidad. Abría los sobres al lado de la caja, para dejar la imagen al instante. Sin embargo, la última de todas no contenía ninguna fotografía. Era un nuevo encargo.
No pretendo engañar y decir que en todas las cartas que escribía mi único cometido era hacer que triunfara el amor. También me encargaban rupturas. Mis favoritas. Cuando las dos parejas rehacían su vida, me enviaban fotos de sus nuevas uniones. El desamor no es más que otra forma de amor. Yo nunca había recibido un segundo encargo de una misma persona. Si tenía que romper con alguien, lo hacía sin problemas. Si necesitaba una reconciliación, encontraba las palabras. Si la llama de una relación tenía que permanecer encendida, lo conseguía sin demasiados malabares. Pero ese último encargo me trastornó.
Tengo 46 años y hace tiempo que no escribo novelas. Desde hace un tiempo, escribo cartas de amor para otras personas. Empecé en la universidad como un aficionado. El boca a boca se fue extendiendo y hasta tuve que crearme una página web. Mi sobrenombre no podía ser otro: El escritor del amor. Poco literario, pero explicativo.
Años después, solo podía escribir cartas de amor. Conquistas, divorcios, econciliaciones o polvos esporádicos. Recuerdo que una vez terminé una carta escribiendo: "Yo no quiero engañarte, yo quiero follar". Lo considero una mancha en mi currículum.
Cada carta que escribía notaba que me vaciaba un poco de amor. Intentaba que no influyera en mi vida personal, de hecho me aseguraba de que no fuera así. Pero hace poco comprendí que era imposible. Aunque en estos casi 30 años he tenido grandes intervalos sin pareja, hasta en tres ocasiones he creído conocer a la mujer de mi vida. Era en esos instantes de plena felicidad cuando estaba convencido de que escribía las mejores cartas. Incluso cuando se trataba de dejar a alguien, lo hacía con una dulzura extrema. En cambio, cuando mi relación daba signos de cansancio o yo estaba despechado, todo se tornaba más complicado. Hubo épocas en las que solo aceptaba encargos de gente que estuviera en la misma situación negativa que yo. Si era feliz, era infalible, incluso para escribir sobre la tristeza. Pero desde el infierno solo podía escribir sobre el infierno.
Si mi vida influía en las cartas, era obvio que las cartas influyeran en mi vida. Al principio no tenía problemas en contar mi profesión a mis parejas. Siempre lo he considerado un oficio. Sin horario ni un sueldo fijo, pero un oficio. Así que al principio me presentaba como "escritor de cartas de amor", y se sorprendían gratamente, pero pronto se volvía un arma de doble filo. Ellas siempre querían ver algunas de las cartas que escribía, luego yo repetía algo que habían visto en las cartas y me decían, con toda la razón del mundo, que eso ya se lo había dicho a otras. Y así se acababa.
Con S fue distinto. Ella tenía lo mejor de todas las parejas anteriores, así que no quería estropearlo. Me las ingenié para no escribirle ninguna carta. Montaba vídeos, montajes de canciones, audios... no le dediqué ni una sola letra. Nuestra primera cita fue tan bien que no nos preguntamos en qué trabajábamos. Fue a la mañana siguiente cuando yo me adelanté a su pregunta. Le dije, tajante y serio, que no podía decirle a que me dedicaba, que tenía que confiar en mí porque era mejor así. Me dijo que lo entendía y que confiaba en mí, y creo que desde ese día se pensó que trabajaba en la CIA o algo por el estilo.
Fueron cinco años y medio espectaculares. A los once meses nos fuimos a vivir juntos, yo me monté un despacho en casa y aprovechaba para escribir todas mis cartas mientras ella trabajaba. Seguíamos tan enamorados que ni había salido el tema de tener hijos. Solíamos pasar los días de fiesta juntos, pero una mañana salió de casa, me dijo que había quedado con Lola, de quien no me sonaba para nada su nombre, y me dio un beso en la mejilla.
Fue justo después cuando abrí las cartas con las fotografías de Joaquín y Félix, desde una masía de Girona, y de Antía y Fran, en una iglesia de Galicia. Luego vi el encargo y me quedé de piedra. Era una carta de S que me enviaba a mí. No a mí, claro, sino a El escritor del amor. Me decía que quería dejar a su novio y que necesitaba su ayuda porque se iba a marchar de casa en los próximos días. Ante todo yo era un profesional, y además S ofrecía una cuantiosa suma de dinero. Me puse en su piel, traté de imaginarme lo que no le gustaba de mí y empecé a escribir. A los 20 minutos me di cuenta de que yo tampoco necesitaba tantas explicaciones, así que terminé la carta sin demasiadas florituras. Había cumplido un nuevo encargo y me había quedado sin pareja. Era domingo, un domingo de junio. Como hoy, dos años después, cuando he ido a la caja de las Skechers a guardar la fotografía de S y Luis, recién casados en un precioso caserío de Sevilla.