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Alejandro Castillo Peña

«Eclipse»

999 palabras
8 minutos
32 lecturas
Relato de ciencia ficción: Las luces de una ciudad futurista, un destello en el cielo, la sombra de una nave espacial sobrevolando. ¿Qué historias se despliegan cuando el sol se pone en este futuro lejano?
Cuando aquel círculo negro aparecido de la nada eclipsó a Lacertae, la noche se cernió por primera vez sobre nuestro planeta. En mi mundo la luz era una constante: Lacertae, la estrella alrededor de la cual orbitábamos, alumbraba una de sus mitades, mientras que la otra estrella que conformaba el sistema binario, Centauri, mantenía la cara oculta del planeta libre de las garras de la oscuridad.

Yo estaba en casa con mi familia cuando el día eterno se apagó. Sabíamos que los eclipses podían ocurrir, teníamos protocolos de emergencia para aquel hipotético caso, pero no estábamos preparados para que surgiera de ninguna parte, como si un dios bromista hubiera pulsado un botón. La gente entró en pánico. Inundaron las calles, mirando al cielo con el terror escrito en sus facciones.

Los gritos y el ruido de los motores hicieron llorar a mi hija Leya. Intenté tranquilizarla, explicarle que en la mayoría de simulaciones los eclipses duraban minutos, que en casa estábamos a salvo. Dejé que mi mujer, Mayla, cuidara de ella y me dediqué a observar a Lacertae. Tras un rato, el misterioso cuerpo seguía bloqueándolo por completo. Extrañado, llamé al observatorio de la agencia espacial: aquella cosa no había modificado su posición relativa ni un milímetro, por lo que la oscuridad se mantendría indefinida en el tiempo. Mi especie depende de la luz para realizar el proceso de fotosíntesis que la mantiene con vida, por lo que una noche demasiado larga supone una sentencia de muerte.

No tuve oportunidad de avisar a mi familia; rugieron las alarmas y en las noticias nos instaron a que acudiéramos al refugio más cercano. Mayla me miró con dos ríos de lágrimas. Cogí a la niña en brazos y la llevamos corriendo al coche. Mi mujer era la que más me preocupaba. Tenía una enfermedad que reducía su pigmentación, volviéndola mucho más sensible a la ausencia de luz.

El trayecto a motor no duró; las carreteras estaban colapsadas. Intenté tomar desvíos e ir campo a través, sin suerte: tuvimos que continuar a pie al llegar a la espesura del bosque. Algunas plantas pueden sobrevivir semanas sin luz, pero nosotros, con un metabolismo adaptado a nuestra capacidad de movimiento, requerimos de más energía. Mayla desfalleció a las pocas horas, cuando el refugio seguía demasiado lejos.

Estábamos solos. Cargué con ella hasta que el cansancio me obligó a ser consciente de la realidad. Podía salvar a mi mujer o a mi hija, no a las dos. Fue la decisión más dura de mi vida, por mucho que Mayla pretendiese convertirla en suya.

Fuimos de los últimos en entrar en el refugio antes de que alcanzara su máxima capacidad y cerraran las puertas. Leya no paró de gritarme y de pegarme por abandonar a mamá. Ella se había unido al destino de las decenas de miles que fueron excluidos en la oscuridad del exterior. Puede que las reservas de luz del búnker me mantuvieran con vida, pero la primera noche del eclipse me apagó por dentro.

Es importante que sepáis que la órbita de mi planeta es sincrónica: cada mitad está expuesta siempre a la misma estrella. En la cara que había quedado cubierta por las sombras, donde el clima solía ser estable, se encontraba la civilización. Sin embargo, la otra mitad estaba expuesta a Centauri, cuya distancia con mi mundo variaba según su posición en la órbita respecto a Lacertae, provocando periodos de calor y frío extremo. Allí solo había minas y bases de investigación.

Durante días mi hija me odió, aunque acabó perdonándome, desconozco si por resignación o cariño. La luz artificial de los refugios no suplía por completo la falta de luz natural, por lo que su efecto podía compararse con ponerle respiración asistida a un enfermo moribundo. Nos iríamos muriendo lentamente, y no podían trasladarnos al otro hemisferio: Centauri se encontraba próxima y las temperaturas carbonizarían a cualquiera que lo intentase.

Pasaron meses y el eclipse continuaba, ni las simulaciones más pesimistas habían predicho algo así. Se propagó la noticia de que lo que había causado la noche eterna era un planeta, surgido de la nada, que había imitado el ritmo de desplazamiento de nuestro mundo. Los astrónomos no daban crédito; si aquello era verdad, nunca volveríamos a sentir la luz de Lacertae en nuestra piel. Corrieron rumores de motines en otros refugios. Me sentía débil. Leya acabó postrada en una camilla, bajo supervisión médica. Su pigmentación rojiza, herencia de su madre, se estaba decolorando. Me juré que haría todo lo necesario para salvarla. Y, caída como un milagro del cielo, se me presentó la oportunidad que rogué durante semanas.

La solución me conducía precisamente al cielo: la agencia espacial estaba orquestando el envío de una nave cargada de cabezas de fusión nuclear al origen del eclipse, y como veterano astronauta, me pidieron que formara parte de la tripulación de aquella misión desesperada. Debíamos distribuir los explosivos por el interior del planeta extraño con el objetivo de destruirlo o, al menos, de desviar su órbita, para así recuperar la luz de Lacertae. Le di un beso en la frente a Leya y acepté. Para aquel entonces, más de la mitad de mi especie había fallecido.

Esta es la historia de cómo llegamos a vuestro mundo. La cercanía a la estrella había convertido su superficie en una bola incandescente de fuego. Al analizar las regiones subterráneas en busca de sitios para plantar las bombas, descubrimos una gigantesca instalación. Allí os encontramos, dentro de cámaras criogénicas, como si una crisis estelar os hubiera obligado a huir e hibernar. Dejasteis instrucciones explicando la forma de activar un nuevo salto en el espacio; parecía que habíais previsto que teletransportar un planeta podría tener consecuencias catastróficas. Y, por supuesto, tuvisteis la suerte de que me molesté en gastar el tiempo necesario para comprender vuestro mensaje.

Decidí quedarme para activar vuestro protocolo en lugar de volver junto a Leya para salvar no solo a mi especie, sino también a la vuestra. Humanos, espero que merezcáis este sacrificio.
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Alejandro Castillo Peña
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4 historias publicadas.

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Carmen Fernandez Mayoralas
01 ago, 19:33 h
Muy original
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Alejandro Castillo Peña
03 ago, 21:06 h
¡Gracias! Me alegro de que te haya gustado
Mateocerdan
02 ago, 10:04 h
No está mal👋🏼👋🏼👋🏼👋🏼
AP
Alejandro Castillo Peña
03 ago, 21:06 h
¡Gracias!
Mateocerdan
02 ago, 10:04 h
Original
Lucia F.S.
03 ago, 04:35 h
Me encantó, y lo digo como lectora empedernida de ciencia ficción. Gracias
AP
Alejandro Castillo Peña
03 ago, 21:07 h
¡Me alegra mucho que te haya gustado! De parte de otro lector empedernido de ciencia ficción, gracias a ti.
Mikel M
04 ago, 08:17 h
Muy buena, Alejandro.
De las mejores que he leído. La tuya me ha salido la última así que ha sido un gran broche final :) ¡Enhorabuena!
elinsurgentecalleja
04 ago, 19:12 h
Magnífica historia, cargada de fantasía e incertidumbre.
Muy descriptiva y de narración exquisita.
Saludos Insurgentes
Chuso Garcia
11 ago, 15:09 h
Gran historia
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