«El admirador»
No tengo muy clara mi relación con un medio tan antinatural, así que me pongo razonablemente nervioso la víspera y bastante irritable cuando llego al aeropuerto.
Llegué a la T4 de Barajas a las siete de la mañana, con tiempo suficiente para facturar, y dar una vuelta por alguno de los kioscos del aeropuerto. Me acercó Marian, mi mujer, que después tenía que volver a su trabajo.
A las siete y cinco nos besamos tiernamente, a las siete y ocho ella salía por una de las puertas automáticas, y a y diez ya debía estar sentada en el coche, cambiando de emisora y quizás respirando. Yo fantaseaba con tener todo listo y pasearme entre los libros y los periódicos del kiosco.
Me lie un par de veces, confundí la compañía y choqué contra un carrito conducido por una señora con aspecto de estar más perdida que yo. Al fin facturé, me indicaron mi puerta, la olvidé y tuve que volver a preguntar, después busqué una cafetería como el que busca una madera en medio del mar.
A las ocho treinta ya había pasado el arco de seguridad. Seis minutos más tarde tomaba un café con dos periódicos y un libro de un poeta de éxito en mi mesa.
En medio de un poema oí una rima disonante, una voz reseca que un día debió ser chillona, un par de frases mal hilvanadas entre las que se colaba el sonido de mi nombre y mi primer apellido.
Subí la cabeza, alcé la vista contrariado y avergonzado ¿quién me había reconocido en aquel hormiguero?
― ¿Perdón? ― dije aferrándome a mi café, abrasándome a propósito los dedos índice y pulgar mientras temía conocer a aquel hombre que se me aparecía en contrapicado, con los ojos muy abiertos, la cara muy redonda, el pelo muy poco, con orejas ―dos, enormes― y nariz, quizás.
―Le conozco ―dijo sonriente, chiflado, taimado― le leo, le oigo en la radio, no sabe cómo le oigo...
―No lo sabe.
―No... quiero decir ¡que no sabe cómo le admiro!
―Muchas gracias― le dije tratando de volver a mi café y a mi periódico abierto por la página de la niebla en los aeropuertos del norte de Europa. Pero el de la cara redonda no iba a soltarme tan pronto.
― ¿Viaja usted? ―me preguntó como si me ofreciera tabaco.
Mi admirador no se iba a dar por vencido, pensé en qué hacer para no parecer descortés, para que no me pusiera verde en algún foro sobre escritores chulos que no escriben y, a la vez, para que me dejara tranquilo con mi café y con mi leche, con mi recuerdo de algo que ya no recordaba, con mi estrés pro-vuelo, con mi estrés pro-Londres, con mi miedo al ridículo a hablar en inglés en ese congreso donde iba a encontrarme con mi editor y conocer a mi traductor con apellido argentino.
―Siéntese, por favor, mi avión aún tardará en salir.
No se lo podía creer, se sentó haciendo ruido con su silla, apartando mis periódicos, haciendo más ruido al acercarse a la mesa, moviendo peligrosamente mi café dentro de su tacita, sonriendo mucho, escupiendo ―real y figuradamente― toda mi biografía pública y parte de la privada de los últimos doce años que son los que hace que publiqué mi única y premiada novela negra.
Recordaba mi libro, recordaba pasajes completos, me recordó artículos que no sabía que había escrito, intervenciones en radios que ya no existen, disputas con periodistas a los que había borrado de mi pobre memoria. Sacó una agenda con dos frases mías que o jamás escribí o estaba borracho cuando lo hice, pero que a Santiago ―así se llamaba el inhumano personaje admirador― llevaba escritas como si fueran pasajes de la Biblia, o de Marx, o de ambos.
Le quise invitar a un café, pero no quiso levantarse a pedirlo para no perder un solo instante, dijo que su vuelo con destino a una isla que no recuerdo, saldría en menos de una hora y temía no poder contarme, preguntarme, escupirme, todo lo que tenía dentro.
Yo dejé que mi café se enfriara mientras lo columpiaba en la taza, pensé un instante en Marian y en su trabajo lejos de admiradores que escupen, en las nieblas que se anunciaban en Londres, en el temporal que dejaba en Madrid, en un paraguas rojo que compramos Marian y yo una tarde que se puso a llover de repente en Lavapiés. Firmé en la agenda de aquel hombre y me hizo poner algo gracioso en un posavasos que había robado de una cervecería la noche anterior. Quiso saber si iba a continuar mi saga sobre ese maldito detective que nunca debió salir de mi cabeza y me dijo, avergonzado, que una vez tuvo sueños húmedos con una de las chicas que aparecen en mitad de la novela, justo cuando está perdiendo todo el interés. Esto último me dejó muy mal sabor de boca y deseé con toda mi alma que un avión se estrellara contra nosotros para que no me lo explicara con detalle.
Por fin llegó la hora de mi vuelo, aquel hombre me acompañó hasta la fila que se empezaba a hacer frente a la puerta de embarque y, cuando llegó mi turno, me abrazó gimoteando y provocando la tierna empatía de la auxiliar que recogía las tarjetas. Nos despedimos, no tuvo inconveniente en soltar unas lágrimas y decirme que le llamara pronto poniendo sus dedos meñique y pulgar de la mano derecha muy estirados a modo de teléfono junto a su horrible oreja derecha.
Desaparecí por la puerta como el que escapa del infierno. El infierno es uno mismo, sí, pero también los otros.
Por lo menos ya no me importaba lo más mínimo estrellarme esa misma mañana.
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También usa más la puntuación y el juego de paréntesis y guiones para reforzar ese ritmo. También puedes usar frases coordinadas para que la frase se aligere:
― ¿Perdón? ― dije abrasándome a propósito los dedos índice y pulgar con mi café mientras temía conocer a aquel hombre; que se me aparecía en contrapicado, ojos muy abiertos, cara muy redonda, pelo muy escaso y dos muy enormes orejas (quizás tambien tuviera nariz... quizás).
Siempre cuando acabes un texto leelo varias veces tratándole de dar una sonoridad, una economicidad, una fluidez: un ritmo. Cambia frases, cambia palabras de orden... hasta que te guste cómo se encola todo.
Me ha gustado; he pasado al diálogo directamente y luego he vuelto a saber cómo habías llegado a tu encuentro con el señor Orejones Lopez :D
Un abrazo.