«El Asesino del Padre Nuestro»

Los hechos__

Otoño. Unos pasos susurrantes sobre el damero impoluto  rompen el sacro silencio. Una respiración agitada, tanto o más ansiosa. Profusos, ponen el rumbo hacia un destino claro: la celosía del confesionario, uno de los pocos focos de luz que cuentan con el don de iluminar a todas aquellas almas perdidas, como la que hiende el dócil e inocente pasillo central. 

—Salve, Padre.
—Llegas un poco tarde pero dime, ¿cuáles son tus cuitas esta vez?
—¡Padre, lo he vuelto a hacer! No puedo evitarlo, es superior a mis fuerzas. Ya sé que prometí no volver a cruzar siquiera una mirada con él… Pero no sé qué sucede dentro de mí por más que lucho e intento negar lo que siento… Perdón por ser tan explícita, pero ¡hace siglos que desconozco esa pasión!; ¡¡es pura quimera con mi marido!! 
—¿Eres consciente de que sigues en tu empeño de transitar un sendero peligroso, prohibido? ¿Que vas a dar al traste con quince años de ¡sagrado matrimonio!? 
—Lo sé... lo intento, Padre. Pero es verle a él y…
—Mujer de poca fe... En el libro segundo de Samuel encontrarás respuestas. Confío en ti. Ve en paz.

Siete de la mañana. Viernes 15 de octubre de 1976; tres días después: frente a la tahona del barrio, en esta ocasión concurrida por un hecho que perturbaría la moral más purista si cabe, allí la encuentran: adiós a un semblante dinámico, alegre, vivo; ahora simple carne plomiza, inánime, marchita, tendida sobre la acera; partes nobles cubiertas por decoro; brazos extendidos en ángulo recto, describiendo con su cuerpo de madre una cruz inscrita en una circunferencia trazada con tiza que representa su único y último abrazo. Junto a su rostro, una cuartilla con un gladiolo blanco lacrado y un Padre Nuestro impreso...