Era mediados de febrero, tarde de carnaval. Hacía frío, sin embargo debajo de aquel pañal gigante solo llevaba unas mallas color carne. Se paseaba por la plaza orgulloso, sonriente, sin miedo al ridículo. Colgaba de su cuello un arco de juguete y unas alas de fabricación casera cubrían su robusta espalda.
Se acercó a nosotras, me estaba buscando. Todas callamos escondidas bajo aquellas máscaras que tapaban nuestro rostro.
—Sofía, Sofía. ¿Dónde está Sofía?— Preguntaba mientras yo seguía en silencio debajo de aquella túnica estrellada, conteniendo la risa que me producía verlo así disfrazado.
Sacó un libro de bolsillo del zurrón que llevaba mientras seguía insistiendo en saber quién era Sofía. Una de mis amigas se hizo la graciosa y lo cogió. Entonces él se acercó a ella y le dijo algo al oído. Ella se río y se giró hacia mí.
Valentín, aquel chico introvertido que llevaba tan solo unos meses en el instituto me cogió de la mano y me llevó cerca de la parte de atrás de la iglesia, a una calleja apartada del algarabío de la gente y me acorraló en la pared. Levantó mi máscara y me besó como nunca lo había hecho nadie.
Después de treinta años, solo me queda aquel libro cuya dedicatoria decía:
A veces el destino une a la gente, otras veces las separa.
Mañana saldré con mi familia a la otra punta de España,
pero hoy estaré con mi Sofía,
con esa inseparable compañera de curso que
consiguió que ir a clase fuera uno de los mayores placeres de la vida.
Te quiero,
Valentín
Preciosa historia.
Saludos Insurgentes